Yalda, la noche del perdón (Yalda, la nuit du pardon, 2019)
El título hace referencia a la fiesta zoroástrica que en Irán marca el comienzo del invierno, con la noche más larga. En esa noche, un programa de televisión pone en escena, en directo, la posibilidad de que una muchacha joven, Maryam, condenada a muerte por haber matado accidentalmente a su marido Nasser, obtenga el perdón en el mismo plató donde ha sido convocada Mona, la hija de Nasser. En el Irán actual existe esa posibilidad legal, que la víctima o sus familiares perdonen a quien ha cometido un delito y el castigo disminuya: en este caso, de forma radical, pues se trata de salvar la vida.
Se trata de un relato prácticamente en tiempo real, con la dificultad de realización y la fuerza de comunicación que tienen ese tipo de historias que no omiten nada. Es el segundo largo de ficción de Massod Bakhshi (Teherán, 1972), tras trabajar en cine documental, lo que se percibe en el cuidado en detalles, incluso poco o nada funcionales con la historia central, como el anciano que aparece en varios momentos repartiendo té y aperitivos por diversas estancias del canal de televisión. Ese tiempo real proporciona un sesgo de crónica y, dada la naturaleza de la historia, juega bien la baza de la intriga: cada minuto que pasa, cada diálogo y cada gesto, pueden determinar la salvación o la condena a muerte de Maryam.
Como en todo buen drama judicial —y, desde luego, Yalda lo es, aunque se aleje de los formatos dominantes que este género impone en el cine occidental—se cuestionan los roles de inocencia y culpabilidad (verdugo y víctima) y el trasfondo ético y legal de las fronteras entre legalidad y moralidad. El punto de partida es que Maryam es culpable, si no de matar a Nasser por dinero, de haberlo dejado 40 minutos herido sin llamar a los servicios médicos. Pero esta joven ha tenido un «matrimonio temporal», lo que hace que su hijo herede en detrimento de la hermana Mona, que es quien tiene que concederla el perdón. Lejos de la inocencia, la propia Mona tiene deudas y le viene bien el dinero que la cadena de televisión le otorgará como compensación por su condición de víctima; tampoco parece muy empática hacia el motorista que le recrimina que no le pida perdón por haberle arrojado al suelo.
A diferencia del drama judicial, stricto sensu, que tiene por escenario salas de los palacios de justicia, la acción de Yalda transcurre en un plató de televisión y añade una dimensión de espectáculo y comercialización, y manipulación de la opinión pública, que complejizan el debate ético y lo amplían de forma muy interesante al contextualizarlo en la sociedad actual. Aunque intuyamos que la televisión iraní esté lejos de los modos de telebasura más próximos a nosotros, el director acierta en esta perspectiva que, en el fondo, supone una crítica a la siempre cuestionable “justicia popular” expresada por envíos de sms de los que depende la indemnización de la víctima.
Probablemente a los espectadores no familiarizados con la sociedad iraní se nos escapen detalles y hasta podemos errar en interpretar ciertos gestos o diálogos; ello no impide sintonizar con un conflicto tan universal donde el bien y el mal, los culpables y las víctimas, no resultan siempre inequívocos, lo que en el fondo habla de la condición humana intemporal y universal, de cualquier lugar y época.
José Luis Sánchez Noriega