Soy Cuba (Ya Kuba) (1964)
Escrito por Victor Rivero el 17/4/17 • En la Categoría Cine clásico,Críticas de cine
Nota: 8,5
Dirección: Mikhail Kalatozov
Guión: Enrique Pineda Barnett, Evgueni Evtushenko
Reparto: Luz María Collazo, José Gallardo, Raúl García, Sergio Corrieri, Salvador Wood, Raquel Revuelta
Fotografía: Sergei Urusevsky
Duración: 141 Min
Paradójicamente, fue el desplome de la Unión Soviética, cabeza del bloque comunista, y el consecuente desmoronamiento del Telón de acero, los que descubrirían al resto del orbe Soy Cuba, ciclópeo proyecto propagandístico producto de este mundo dicotómico de la Guerra Fría, por entonces apenas extinguido. Además, su portavocía iba a surgir desde territorio enemigo, los Estados Unidos capitalistas y neoimperialistas, aunque de la mano de dos genios cuya única patria es el arte: Martin Scorsese y Francis Ford Coppola, profundamente impresionados por su visionado. Por otro parte, el oscurecimiento del filme se había debido asimismo al rechazo o cuanto menos a la frialdad con que había sido acogida por sus mecenas, la Cuba castrista y la propia Unión Soviética, intermediados por el Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográfica y el Mosfilm -el cine como piedra angular del agitprop, que propugnaba Lenin y heredaban los países del bloque comunista-. Así, unos no creían satisfecho su propósito de reflejar el ardor épico de la revolución recién triunfante o la idiosincrasia del pueblo cubano, simpificado desde un punto de vista externo y folclórico; los otros, no se sentían cercanos a las vicisitudes de una isla caribeña empobrecida y de costumbres extrañas que, para más inri, habían sido recopiladas en una autocomplaciente pieza de arte y ensayo. Soy Cuba es una obra colosal incluso en su malditismo.
Son circunstancias, pues, frente a las que se sobrepone una película visualmente torrencial, casi propia del cine silente, digna descendente de maestros de la creación visual como Sergei Eisenstein -cineasta que en su día ya había cantado a la hispanoamérica flagelada e indómita, en su caso México-, trasladada a los medios cinematográficos de comienzos de los sesenta. Un prodigio de técnica que dispone su exhuberante estética al servicio -que no sometida- de las ideas. Pocos ejemplos posteriores son capaces de alcanzar semejante vibración ideológica y fílmica. Quizás la coetánea La batalla de Argel logra, debido a los perturbadores ecos que restallan aún en el instante contemporáneo, un vigor parecido. Sin embargo, el estilo de la cinta de Gillo Pontecorvo, aunque no exento de talento compositivo, pretende asimilarse en mayor medida a la gramática del documental, al verismo inmediato de la crónica bélica y política. Es otro cosmos, en resumen.
Soy Cuba es un filme formalista, desde luego, pero la atronadora potencia de sus imágenes expresa con mayor relevancia el mensaje que se enhebra a través de un argumento cuatripartito que, en realidad, entabla un diálogo entre los dos primeros relatos -la opresión y explotación prerrevolucionaria- y los dos últimos -la reacción y respuesta revolucionaria-. El fondo de la película se fundamenta a partir de conceptos estereotipados que son elevados exponencialmente por la singularidad, la audacia, el talento y la creatividad de las imágenes que escoge Mijail Kalatozov para desarrollarlos, si bien la voz en off explicativa que acompaña los fotogramas y que personifica a la propia Cuba -la madre patria que ama, alimenta y compadece a sus desdichados hijos-, es sobria y dueña por sí misma de un agradecido aliento lírico. El plano secuencia -un recurso sobreexplotado en la actualidad como sinónimo de prestigio-, alcanza el grado de maestría en escenas como la de la procesión del ataúd. De igual manera, la precisión de las coreografía de los movimientos de cámara, de la prodigiosa fotografía de Serguei Urusevski y de los actores dispuestos en el escenario establecen un dinámico juego de ritmos, luces y sensaciones asociadas.
La constante es explícita en el primer pasaje, donde se plantea la colonización estadounidense de la isla desde el terrible plano sexual que representa la prostituta María -Betty, en pervertido sobrenombre anglófono-. El objetivo, que se zarandea descontrolado durante el baile donde tres depravados se pasan a la muchacha de mano en mano, culmina el éxtasis de angustia y agobio que iba inflamándose poco a poco en el interior de un local fragmentado por las sombras, casi materialización de un sueño etílico o narcotizado en su decadencia material y espiritual, poblado por seres que devoran los gozos ajenos -el símbolo de la naranja- y que se atreven a comerciar hasta con los sentimientos íntimos -la oferta por el crucifijo-. El contraste frente al tugurio lo ofrece el soleado exterior de la ciudad, prístino en la claridad del cielo y la blancura de las paredes encaladas, arrullado por el canto dulce del frutero, un joven de nobles intenciones hacia su enamorada, quebradas sin remedio por el invasor. Finalmente, se descubre la cara oculta de la diversión; el coste de la frivolidad inconsciente e insolidaria sintomático del capitalismo, que impone una dialéctica deshumanizada de producción y consumo. Hay detalles de Soy Cuba que, desde la vetusta propaganda de tiempos remotos, reviven hoy con nuevos ánimos en un presente ávida e interesadamente desideologizado.
Esa agitación de la cámara -su explosión en picados y contrapicados, tomas oblicuas, fotografía de contrastes desgarrados…-, encuentra también un claro paralelismo en el arrebato de rabia e impotencia que, en el siguiente episodio, experimenta el guajiro Pedro, sometido esta vez a los designios del latifundista español que, además, está conchabado con la United Fruit Company, auténtico agente de intervención política y económica en la Latinoamérica bajo las ambiciones de la doctrina Monroe de los Estados Unidos. El despliegue técnico también se combina con saber narrativo, como, aparte del uso de la metáfora visual, ejemplifica el flashback que reconstruye el puzle trágico del recolector de caña, sus circunstancias presentes y su manera de enfrentarse a la última humillación que la vida le reserva al pobre, encerrado en un círculo vicioso irreparable. Tanto el de Pedro como el de María -ambos nombres con gran sustrato bíblico- son dos episodios que lucen una enérgica poética de la miseria, la desesperación y la rebeldía, en ambos casos infortunada a causa del desamparo del individuo en su acción en solitario. El esplendor de la naturaleza, de los paisajes, de las gentes; la oscuridad de las nubes que esconden el sol, del humo de los cigarros y del fuego, de las calles embarradas por la miseria, congeladas en el tiempo y el espacio por culpa de su sino irreparable. «¿Quién responde de esta sangre y estas lágrimas?», se lamenta la voz de Cuba en el cierre de esta primera mitad.
La pregunta no es retórica. El montaje, cargado de ideología, cambia el fotograma para enfocar a Fulgencio Batista, presidente de Cuba desde la Revuelta de los sargentos y títere de los Estados Unidos en la isla antillana. En el resto del metraje, Soy Cuba ofrece la respuesta política, bélica y moral a la coyuntura previamente planteada. La historia del universitario Enrique en La Habana y la del campesino Mariano de la Sierra Maestra son ahora relatos encaminados a una moraleja revolucionaria, que invita al ciudadano a unirse a la lucha armada tras tomar consciencia de la necesidad de sus actos, superiores frente a la piedad contra un enemigo despiadado o a la falaz sensación de vivir en paz -muestra solamente de que la violencia del sistema es implícita y no explícita; que no combate con fusil, sino con un dispositivo legal amañado-. En otra muestra de capacidad sintética, Kalatozov compone con un solo trávelin el retrato idealizado de la actividad guerrillera: una comunidad donde se preparan las armas, se educa y se construye la conciencia común.
Estos segmentos conclusivos son más combativos y menos líricos que las anteriores, que poseían una desolación ahora transformada en cólera. Significativamente, lo que se diría el comienzo de un musical marinero, al estilo de los que facturaba Hollywood en una visión romántica del servicio militar, queda corrompido en los cánticos de una horda brutal, degenerada. No obstante, la plasmación de esta agresividad intrínseca del discurso tampoco está reñida con la belleza, aunque de nuevo esta aparece en el sacrificio, en el martirio. En la muerte. La estampa del muchacho despeñado contra el suelo bajo la sombra de una lluvia de pasquines revolucionarios es de una hermosura superlativa, como lo es el recorrido de personas, ambientes y vítores que traza el sepulcro glorioso de la víctima inmolada por la causa, antes citado por el ímpetu y la acrobacia inaudita del plano. El relumbrón estético es el relumbrón de la Revolución cubana.
Desencadenada casi tres décadas más tarde, la desbordante energía contenida en la coproducción cubanosoviética impactaría de lleno en este final de siglo ya marcado por una evidente tendencia a la asepsia ideológica. Su festín de esteticismo y conceptualidad provocaría una conmoción que situaría a Soy Cuba en un merecido estatus de proeza monumental.
Víctor Rivero