Sin Perdón (Unforgiven) (1992)
Nota: 10
Dirección: Clint Eastwood
Guión: David Webb Peoples
Reparto: Clint Eastwood, Morgan Freeman, Gene Hackman, Richard Harris
Fotografía: Jack N. Green
Los territorios fronterizos son proclives a la tragedia, a los encuentros violentos entre distintos modos de concebir la vida, a situaciones extremas resueltas por indómitos, y en ocasiones, secretos compartimentos del alma. Lares donde la única ley respetada es el darwiniano precepto de que sólo el más fuerte sobrevive. Todo ello les convierte en idílico enclave para el desarrollo de una historia impactante; y en pésimo emplazamiento para criar a tus hijos. Y esa es una cuestión que no entiende de épocas, ni de biombos que separen ficción de realidad.
El mundo del cine fue capaz de intuir dicho potencial narrativo casi desde sus albores, y dedicó buena parte de sus esfuerzos económicos a reproducir la vida en el fronterizo oeste norteamericano de mediados del XIX. A dichos insignes pioneros, forjados en el western, debemos gran parte de los recursos narrativos y visuales que acabaron encumbrando al cine como el más fascinante método para contar historias. Pero como pasa en todas las lides artísticas, el género cayó en desuso, quizá agotado tras el aluvión de aventuras empapadas en polvo, mierda y sangre desgranadas a lo largo de los años; quizá porque el público que mayoritariamente poblaba las salas cambió de perfil, y con ello de intereses, sueños y miedos.
Sin embargo, el otrora forajido sin nombre de los clásicos de Leone, Clint Eastwood, puede que sintiéndose en deuda con el género que le encumbró a la fama, se empeñó allá por los ochenta, en devolver las historias del oeste a los altares de la devoción cinéfila (sirva como ejemplo El jinete pálido, 1985). Retomó sin ambages sus escarpados escenarios, las primitivas ciudades de madera y los arquetípicos personajes, poco amigos de la higiene personal, que poblaban los westerns de antaño. Con un rasgo identificativo: Eastwood revestiría a dichas poblaciones de una inquietante sensación de contemporaneidad, y dotaría a sus pobladores de vívidas miradas, de profunda personalidad, de indisociables almas torturadas por un pasado inmisericorde. Y es precisamente ahí donde sitúa el bueno de Clint la presente historia, en el pantanoso fango del remordimiento.
Sin perdón es una historia atemporal y universal: la odisea de un hombre en busca de redención.
Con un denotado conocimiento de la rotundidad plástica del primitivo oeste, Eastwood encuentra en Texas la escenografía idónea para su desarrollo: la antesala del infierno.
Nuestro protagonista se presenta bajo las sombras proyectadas por un sol claudicante. Es consciente de que, cavando la tumba que albergará los restos de su difunta mujer, se enfrenta a la última frontera que le separa de la inasumible tarea que supone quedarse a solas consigo mismo. Es el ocaso, el ocaso de su propia vida.
A partir del ahí, nos esperan casi dos horas de inmaculado sentido del ritmo; una exquisita sensibilidad estética, traducida en clásicos encuadres de una belleza sobrecogedora; y un paseo, magistralmente guiado, por los opacos vericuetos del alma humana. Y es que múltiples y variopintas cuestiones existenciales quedan expuestas en Sin perdón, sin que ello merme la claridad del discurso, ni la vertiginosa cadencia narrativa que el director californiano confiere a su obra.
Clint Eastwood, en la niña bonita de su excelsa filmografía, no solamente dirige, sino que también se ocupa de dar vida a ese abatido personaje central del drama, William Munny, en una de las interpretaciones clave de su carrera. La intensidad con la que Eastwood accede a retratar la mirada del veterano pistolero hiela la sangre, por más veces que uno haya sido testigo de la misma; su Will Munny es tan real como el dolor.
Es digna de destacar, de igual modo, la labor de Lennie Niehaus, que pone toda su sensibilidad musical al servicio de una B.S.O. humilde y concisa (como el paisaje al que acompaña), eficiente y emotiva (como en esencia podríamos definir el cine de Eastwood).
La cosecha se cifró en cuatro Oscar (1992), mejor película y dirección incluidos; y en el amor incondicional a su cine, de aquí un servidor y de otros tantos acólitos del séptimo arte.
Morgan Freeman, Richard Harris y Gene Hackman aportan lustre, y fuste, al reparto.
Freeman construye otro de los impecables papeles que le han encumbrado al Olimpo de los imperecederos. Su Ned Logan, es un hombre parcialmente retirado del ruido, acantonado junto a su esposa india en un lugar que, en principio, no termina de asimilarle. Ned está aletargado, esperando los rayos de sol primaverales que le desalojen de su impropio sueño. La grandeza del trabajo de Freeman estriba en saber dotar a su personaje de una mirada ingenua y vulnerable que, sin embargo, no desentone con el macabro historial que atesora; y sin la cual sería imposible cerrar la historia que aquí nos ataña. Y es que Ned, posiblemente, es el único que encuentra cierta paz en todo este turbio asunto que viene a representar Sin perdón, y que no es sino la vida misma, y lo hace por medio de los escasos rayos de esperanza que esta obra nos permite: la inmensa satisfacción que uno encuentra en mantenerse fiel a los valores que constituyen su propia personalidad; y el enorme poder curativo que para el hombre supone uno de los más elevados sentimientos que experimenta en su existencia: la amistad.
Los personajes de Hackman y Harris, son igualmente esenciales para configurar el drama, roles complementarios, un difuso yin-yang de enorme complejidad. Hackman, que interpreta al sheriff de Whisky City, no puede permitir que se ponga en cuestión su autoridad. Todos y cada uno de sus movimientos, por exhibicionistas, cruentos y desmedidos que puedan parecer, están motivados por una práctica visión de su cometido, pues sabe que se enfrenta a gente de su misma ralea, con la misma carencia de escrúpulos. Y es que el far west norteamericano, no era sino una especie de medievo europeo, un estado apenas en pañales, una sociedad feudal gobernada por la violencia, donde la aplicación de la justicia se regía por criterios bien distintos a la ética, y a la empatía.
Lástima que algunos aún piensen que esa es la tierra que habitan, y cuya vida social sostienen y dirigen; cohortes de sátrapas idiotizantes que no entienden que los tiempos cambian, y que consecuentemente, los modos que empleamos para regular nuestra vida comunal evolucionan. Pero claro, evolución es un concepto casi enfermizo para sus creacionistas mentes, ocupadas en buena medida en la promoción del uso del revólver como juez imparcial de los conflictos vecinales.
Sin embargo, en la película nos quedan bien claras los caóticas consecuencias de emplear los Colt como instrumento aséptico administrador de justicia. Los agraviados no tienen porque encontrar en ello consuelo a su dolor – de hecho pueden recoger una dosis extra de pesar – , los condenados puede que nunca fueran merecedores de tal castigo (como el vaquero latino que pierde la vida en el desfiladero), y los verdugos quedan estigmatizados, por muy olvidada que tengan su condición humana.
Reitero, eran tiempos pretéritos, y peores. Y así, los tipos que matan en Sin perdón no son héroes o villanos, sino meros supervivientes, juguetes de un destino cruel que, a mala fe, ubicó sus vidas en territorios fronterizos.
Consciente de ello, Eastwood pertrecha de realismo su film al permitir que sólo aquellos que hayan muerto previamente, estén dotados de la frialdad suficiente para acertar cuando enarbolan un arma; parafraseando a Zimmerman: “solo aquel que nada tiene, nada teme perder”. Por lo que en Sin perdón nadie vence por medio de la violencia; la violencia solo puede sumir a los hombres en el miedo, la mierda, o en el mejor de los casos, en la muerte.
Alberto G. Sánchez – Pelucabrasi
“Cuando los hombres se aman los unos a los otros, no es necesaria la justicia” – Aristóteles.