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Siete Mujeres (Seven Women) (1966)

Nota: 9

Dirección: John Ford

Guión: John McCormick, Janet Green

Reparto: Anne Brancroft, Margaret Leighton, Sue Lyon, Flora Robson, Mildred Dunnock, Eddie Albert

Fotografía: Joseph LaShelle

Duración: 83 Min.

No hay nada como ver las películas de John Ford para desmontar uno por uno los tópicos que, injusta y malintencionadamente, pesan sobre su arte. Es frecuente la alusión al carácter misógino de la filmografía de Ford, argumentado por el papel secundario de las mujeres en sus películas. Sin embargo, a poco que se asome a su cine, uno puede descubrir que, aun lejos del protagonismo por lo general y con su espacio delimitado por el ámbito doméstico dado su rol tradicional de madre y esposa, Ford retrata a la mujer como pilar fundamental de la comunidad desde su carácter terrenal repleto de lógica, resistencia y capacidad de sacrificio, como bastión familiar por excelencia, como corporeización del ideal paradisíaco del Hogar, agente integrador del individuo. Y son, además, personajes dotados de una marcada personalidad. Piensen por ejemplo en la matriarca de Las uvas de la ira.

Siete mujeres, último largometraje de ficción del maestro estadounidense, es atípico en su configuración -su protagonismo es exclusivamente femenino y su discurso es decididamente progresista acerca del papel de la mujer en la sociedad-, mas perfectamente coherente respecto a las inquietudes y el pensamiento del autor.

A pesar de ambientarse en la exótica y convulsa China de 1935, Siete mujeres es un western por derecho propio. En ella impera el espíritu fronterizo del género en su concepción literal y metafórica, y no cuesta demasiado esfuerzo sustituir mentalmente la aislada misión evangélica donde se desarrolla en exclusiva la acción por un fuerte de la caballería estadounidense, ambos asediados por un enemigo barbárico: el caudillo mongol Tunga Khan en el primer caso, las hordas apaches en el segundo.

No obstante, más allá de esta amenaza cierta e inexorable, el conflicto que expone Siete mujeres es interior. A lomos de un caballo, vistiendo una ceñida chupa de cuero, cigarro colgando de la comisura de los labios, cabello atrevidamente corto y pantalones de chico, la aparición de la doctora Cartwright en el escenario es la chispa que incendia el polvorín de la convivencia recluida, la llave que emancipa deseos y actitudes reprimidas, sacude interrogantes y dilemas sostenidos en silencio e incita anhelos incontenibles del espíritu.

Siete mujeres es el relato de un duelo: el que se establece entre la señorita Andrews (Margaret Leighton) y la doctora Cartwright (Anne Bancroft), vertebrado entorno al futuro posible de la señorita Clark (Sue Lyon), una muchacha con la vida por delante y en la edad de tomar decisiones trascendentales a propósito de cómo manejar su porvenir. Es el conflicto entre dos maneras antagónicas de entender el mundo y la existencia. Entre el conservadurismo y la liberación. Entre el puritanismo formal y la virtud moral puesta en práctica. Entre la insatisfacción enquistada y destructiva y la realización personal impetuosa y benefactora. Entre la mujer del siglo XIX y la mujer del siglo XX.

Acorde al hosco escepticismo que predominará en los estertores de su mayúscula obra –la denuncia del racismo en el Ejército en El sargento negro, el desengaño frente de la leyenda en El hombre que mató a Liberty Valance, la revisión decepcionada de la épica de la conquista en El gran combate,…–, John Ford, quien por otro lado siempre había sido un esquinado humanista de afilada mirada crítica, presenta en Siete mujeres a uno de sus más valerosos protagonistas, a su modo pariente directo de sus héroes marginales, reflexivos, íntegros y valientes hasta la entrega definitiva, fatalismo preestablecido que cierra el círculo de su naturaleza irredimiblemente trágica y solitaria.

En su mezcla de sensatez y coraje sin fisuras, uno podría ver a la doctora Cartwright interpretada por Henry Fonda o John Wayne. Pero no se trata de reivindicar una figura de mujer travistiendo a un personaje masculino, sino que Cartwright mantiene incólume su femineidad. Otra prisionera de un universo dominado por el macho –los motivos de su huida a ninguna parte se atribuyen a una artera traición romántica-, las armas de las que se vale Cartwright para la supervivencia y el estilo de conducirse en público -racional y afectivo a partes iguales, con la lucidez que le aporta un temperamento sarcástico y descreído cultivado tras largos años de intentar enmendar los atroces desgarrones de la civilización- no contradice las líneas clásicas del comportamiento y la sensibilidad ‘femenina’, pese a cuestionarlas sin ambages.

Por establecer una comparación válida, “el único gallo del corral” de la película, el señor Peters (Eddie Albert), un individuo pusilánime y bobalicón, chocará cruelmente con el ridículo y el infortunio cuando decida recobrar su anestesiada osadía masculina y pretenda liderar el escape colectivo para burlar al sanguinario invasor.

En este sentido, como decíamos, la posición de Cartwrigth se opone de pleno a la de la estoica e inflexible Andrews, ejemplo de la arrogante, obcecada y autoindulgente ingenuidad de quien ignora con los ojos cerrados la realidad de su alrededor. Muros dentro de los muros. Su turbación maternal (¿o lésbica?) al descubrir a la señorita Clark convertida en toda una mujer –perfecta muestra del inmenso trabajo de Leighton-, la rigidez de su gesto y la severidad intolerante de su mandato revelan un interior despedazado por el descontento y el resentimiento, castigado por la autoflagelación de un complejo de mártir que será destruido con agria sorna en el momento decisivo y atenazado por la obsesiva observación de un código ético y vital esculpido sobre certidumbres frágiles o ilusorias, destinadas a descoserse en hipocresías o a resquebrajarse sin remedio para la consiguiente desesperación de su dueña.

A lo largo de su tortuosa confrontación, Ford elabora un detallado estudio de caracteres repleto de matices, flexiones y recovecos que se trazan desde el guion y, en especial, desde la escritura visual, que expresa con elocuencia las relaciones de presunta supremacía y dominación, de rechazo y apertura, de porfía y despertar. Aunque el ímpetu dominante de la doctora Cartwright se hace patente desde el primer momento –encarnada además por una actriz de belleza arrebatadora y fascinante como Anne Bancroft-, la disputa transcurre subterránea, si bien crispada y palpable dentro de la opresiva atmósfera de la misión. Impregna el aire enrarecido de sus estancias, convulsiona las inestables relaciones entre sus moradoras y evoluciona en un intensísimo crescendo el cual, una vez que el mortal peligro exterior se ha manifestado definitivamente, alcanza un clímax de insoportable tensión moral y emocional.

Cada vez más acre y oscuro –según se aproxima el desenlace, la fotografía de Joseph LaShelle queda progresivamente enturbiada por la sombra y la noche hasta depender de la trémula luz de una vela-, el filme descerraja por boca de mujer descarnadas sentencias sobre la condición humana en su totalidad. Ford, que había revestido a sus creaciones de un sencillo, privado pero importante poso de espiritualidad, se atreve incluso a dudar de Dios. Quizás las incógnitas legítimas de quien encara su propia desaparición.

El colosal fundido a negro de un gigante.

Víctor Rivero

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