Roma (2018): película costumbrista busca espectador sensible
Nota: 8
Dirección: Alfonso Cuarón
Guion: Alfonso Cuarón
Reparto: Yalitza Aparicio, Marina de Tavira, Marco Graf, Diego Cortina Autrey, Carlos Peralta, Daniela Demesa
Fotografía: Alfonso Cuarón
Duración: 135 Min.
Un cierto sector del público se ha empeñado en calificar Roma como «una película aburrida en la que no pasa nada». Personalmente respeto las críticas opuestas a las mías pero me cuesta digerir los argumentos infundados. Tal vez a estas personas la vida les parezca poco. Quizás la empatía no ocupe el primer puesto en su vocabulario, así como tampoco figuren entre sus preocupaciones las diferencias entre clases sociales, las crisis familiares, las desigualdades de género o la supervivencia en un entorno empobrecido y políticamente inestable. Duele pensar que el universo expuesto por Alfonso Cuarón en Roma haya resbalado sin pena ni gloria por la sensibilidad de buena parte del público. ¿Acaso estamos insensibilizados al dolor ajeno?
Pero más allá del retrato social, la película del mejicano hace gala de múltiples virtudes cinematográficas que quizás han pasado inadvertidas para estos espectadores, contrariados con las alabanzas y premios que ha recibido la flamante ganadora del Oscar a la mejor película extranjera. Qué manera de presentar un personaje sin apenas mostrar su rostro hasta bien transcurrida la escena: cuando tan solo conocemos de oídas al padre de familia, éste finalmente regresa de otro viaje de trabajo en su lujoso coche y accede al estrecho patio de la vivienda familiar a base de numerosas y meticulosas maniobras que dilatan desesperadamente el reencuentro con sus hijos y su mujer; no se aprecia un ápice de emoción en sus gestos ni la más mínima prisa en retomar sus roles de padre y de marido.
En estos pequeños detalles hallamos la grandeza de un cineasta. Pero también en su planificación fluida, que envuelve la cotidianidad de sus personajes en una atmósfera mágica: a través de tareas rutinarias, de encuentros y desengaños amorosos y de viajes acompañando a la familia donde sirve, conocemos el microuniverso de Cleo. ¿Cómo se puede querer a una persona y, al mismo tiempo, considerarla un ser inferior/superior debido a su estatus social? A lo largo de la película, Cuarón nos invita a apreciar esas barreras invisibles que delimitan un espacio común, las que separan el capital de la subsistencia. Asimismo, nos invita a pasear nuestra mirada por los dos Méjico: el adinerado (situado en lugares como la colonia Roma) y el anegado por los barrizales y la pobreza, en el que unos habitantes luchan por mantener la cordura y otros intentan evadirse de una realidad que ni siquiera escapa de la miseria a través del preciosista blanco y negro del mejicano.
Quedan retratados dos mundos radicalmente opuestos que habitan bajo el mismo techo y experimentan las mismas decepciones. Sin embargo, el dinero marca la diferencia en muchos aspectos: una mujer ha podido tener hijos mientras que la otra ha perdido al suyo en circunstancias muy dolorosas; una tiene vivienda propia mientras que la otra duerme en una caseta externa al hogar donde trabaja. Es más, la realidad es tan testaruda y clasista que permite salvar la vida de unos niños ricos pero no la de un recién nacido condenado a engrosar las filas de las clases más bajas. Como es habitual, la justicia solo reparte dividendos a los que han podido comprar sus acciones.
Y precisamente es en la traducción estética de estas desigualdades donde la película pierde parte de su autoridad moral. El blanco y negro de Cuarón intensifica esos contrastes pero se contradice a si mismo mediante una planificación preciosista y extremadamente pulida. De esta manera, la atención del espectador se desvía en favor del placer visual y pierde parte del impacto emocional propio de las situaciones que vive la protagonista. No obstante, Roma logra transmitir su discurso con nitidez y supone un retrato costumbrista que elude el maniqueísmo habitual en la representación de la lucha de clases. Una película que existe gracias a Netflix y que gracias a Netflix apenas hemos podido ver en las salas de cine. El debate está servido.
Carlos Fernández Castro