Rivales (Come and Get it) (1936)
Nota: 7,5
Dirección: Howard Hawks, William Wyler
Guión: Jules Furthman, Jane Murfin (Novela: Edna Ferber)
Reparto: Joel McCrea, Edward Arnold, Frances Farmer, Walter Brennan, Mady Christians, Mary Nash
Fotografía: Rudolph Maté, Gregg Toland
Duración: 99 Min.
El título original de Rivales, Come and Get It -aproximadamente “ven y tómalo”-, resulta más explícito a la hora de exponer la síntesis argumental de un filme que, por otro lado, condensa numerosas variables y vertientes en su desarrollo. Porque el pilar maestro de la obra, a partir del cual se extienden el resto de sus ramales sentimentales y filosóficos, es el de la impotencia del ‘homo americanus’. Es decir, que antecediendo en tres años la escritura en letras de oro que en el cine hará sobre el tema Ciudadano Kane –y compartiendo además fotografía de Gregg Toland-, Rivales expone la falibilidad, decadencia y destrucción del superhombre capitalista: el individuo que lo depreda todo por su voluntad inquebrantable, capaz de construir su fortuna incluso en el sentido metafísico del término. El derribo del Atlas sostenedor del mundo al que canta la naturaleza ideológica y propagandística de los Estados Unidos, país de las oportunidades.
Dejando de lado que el prólogo escrito del filme descalifica como “pirata” a uno de estos prohombres pioneros que forjaron la nación por medio del esfuerzo de su frente, la ambición de su espíritu y el ímpetu de su determinación –aquí un individuo que, desde la nada como leñador, se adentró en los espesos y salvajes bosques de Wisconsin para arrancarles el valor que escondían en sus entrañas-, Rivales procede a desmontar la preeminencia del potentado capitalista por una vía alternativa: el melodrama romántico que, andando los fotogramas, se transforma en melodrama existencial. Si Charles Foster Kane podía comprar todo sobre la faz de la Tierra menos su viejo trineo, el Barney Glasgow (Edward Arnold) de la presente podrá conquistar todo aquello que se le antoje menos el amor de una mujer con los rasgos de Frances Farmer.
Rivales, basada en una novela de la escritora Edna Ferber -aunque Howard Hawks repetiría insistentemente que el grueso del relato procedía de las memorias de su propio abuelo, C.W. Howard, miembro destacado del sector papelero en el estado norteño- despliega de esta manera una historia de fantasmas y redención, puesto que la muchacha que alimenta primero el deseo del hombre irrealizado por culpa de la primacía de apetitos materiales, y que luego regresa de entre los muertos para despertar en él los rescoldos de esta pasión dormida y quizás ya irrecuperable, queda encarnada en ambas ocasiones, con acertados matices diferenciadores, por Frances Farmer, en un recurso que retomarán luego extraordinarios filmes como Vida y muerte del coronel Blimp –con intención de representar una noción sublimada y absoluta del ideal amoroso capaz de unir a los pueblos del orbe- y especialmente Vértigo –dueña de tintes espectrales todavía más pronunciados-.
La premisa no es ociosa: el fantasma -aunque sea alegórico- es una figura terrorífica directamente conectada con pulsiones de muerte: aquellas mismas que presiente el protagonista en su vejez. Del mismo modo que, por otra parte, este contexto romántico donde se aplican remite a una idea puramente sexual: esto es, de fecundación, de vida, de juventud –anhelada, en este caso-. El amor, por tanto, adquiere una dimensión moral, paralela y metafórica en relación con los procedimientos éticos de Glasgow en las finanzas, la cual se establece a partir de la dicotomía entre el amor por conveniencia -económica o lasciva- y el amor inmaculado e ideal. Una disyuntiva que es patrimonio del séptimo arte desde el melodrama silente pero cuya influencia, emanada de los estereotipos y tópicos de la ficción tradicional, le hace hibridarse asimismo en géneros a priori distantes como el noir, merced a los dilemas recurrentes que se plantean entre la irresistible femme fatale y la discreta mujer redentora –no por nada, hay quien califica al cine negro como uno de los exponentes nítidos del melodrama masculino, con unas premisas muy similares a este aunque disimuladas bajo abundantes poses de virilidad-.
En cualquier caso, el conflicto de Glasgow contra el tempus fugit es el eje sobre el que en realidad gravita la obra al completo, evidenciado no solo en sus intentos de recuperar el amor extraviado, sino también por el enfrentamiento directo -empresarial inicialmente y sentimental después- con su hijo Richard (el galán Joel McCrea); un duelo donde, por comparación, Glasgow Senior aparece como un dinosaurio caduco, carente del presumible olfato para los negocios que le ha llevado a la cima –el vaso de papel- y enclaustrado en una cerrazón mental que le condena a la nostalgia por una época que, al igual que su enamorada de otros tiempos, ya no volverá –extinción evidenciada por la creciente injerencia del Estado, presidido por Teddy Roosevelt, sobre la iniciativa empresarial por la vía impositiva y por la vía reglamentaria-.
Es a causa de este abrupto contraste por lo que las iniciativas románticas de Glasgow resultan tan patéticas a ojos del espectador, cosa que no esconde la realización pero, con acierto, tampoco subraya en demasía. Simplemente quedan explícitos por la rotundidad física y sobre todo el buen hacer de Arnold, un notable actor de carácter que, con su porte imponente y su voz cavernosa, asumirá este arquetipo de magnate arrogante en películas posteriores como Juan Nadie, en la que representará a los poderes fácticos que, mediante testaferros gratos al pueblo engañadizo, manejan el poder a su antojo –la actualidad de esta historia capriana es bastante curiosa, por cierto-.
A decir verdad, este protagonismo de Edwards es una muestra significativa del carácter atípico de la cinta, así como, por qué no, las facciones anticlásicas de Farmer –una actriz que, además, aplicaba esta ruptura de los cánones también en su vida privada, marcada por un revolucionario ateísmo, independencia y temperamento problemático que a la postre se vería castigado con severas depresiones, arrestos policiales e internamientos en sanatorios, replicados por leyendas urbanas acerca de tratamientos de electroshock y seguidos de caídas en el olvido, muertes físicas y resurrecciones cinematográficas con la amarillista producción Frances, donde sería intermediada por Jessica Lange-. En este aspecto, los personajes arrojan tremebundas dudas sobre la presunta rectitud que se les atribuiría en estos años de afianzamiento del Código Hays y de mayor inocencia en el espectador –las afirmaciones de la joven Lotta sobre las proposiciones venideras Glasgow; la forma y el momento en la que el cándido Swan Brostom (Walter Brenan) rescata una balada de la memoria mientras sostiene la mirada a su amigo; esa adusta secretaria que, en su maldad rencorosa, sería perfectamente digna de ser el ama de llaves de Rebeca-. Un solapado campo de sombras en el que incide la expresiva dirección de la obra, que presenta a esta galería de seres con una extraordinaria precisión.
Precisamente la dirección es uno de los puntos de polémica respecto a Rivales, puesto que la firma de los créditos se divide, sin que los historiadores de cine consigan atribuir con exactitud la parte de cada cual, entre dos colosos: Howard Hawks y William Wyler. El motivo es que Hawks, que comenzó teniendo las riendas del proyecto, terminaría presentando su renuncia según unos, siendo expulsado según otros, debido a sus discusiones con Samuel Goldwyn, todopoderoso productor de la obra, a raíz de la sugerencia de posibles modificaciones sobre el libreto original –de ahí las alusiones del cineasta a las vivencias su antepasado-. De una u otra forma, acabaría por ser relevado por Wyler, un director de la total confianza del mandamás -“yo hago las películas; Willy solo las dirige”, reza uno de los ejemplos de su célebre y extenso catálogo de sentencias-. Sin embargo, tampoco sería arriesgado identificar las espectaculares escenas de trabajo en los terrenos de talado y el aserradero con el estilo documental, riguroso y potente a la vez, que Hawks había exhibido anteriormente en películas como Pasto de tiburones, en esa ocasión ambientada en la industria pesquera de San Diego y donde comparecía otro triángulo amoroso de vértices muy desiguales.
Víctor Rivero