Regreso a Hope Gap (Hope Gap, 2019)
Pocas películas hay que constituyan una experiencia estética radical, es decir, que más allá de gustarte o divertirte sean capaces de proporcionar un conocimiento, invitar a la reflexión y, sobre todo, emocionar y hasta conmocionar al espectador, porque aciertan plenamente en su percepción sobre la condición humana.
Esto sucede con Regreso a Hope Gap, que escribe y dirige William Nicholson, un cineasta no demasiado conocido, pero que tiene en su haber guiones sólidos como los de Tierras de penumbra, Los miserables y Gladiator. Con solo tres personajes: la pareja madura formada por Grace y Edward, y su hijo Jamie, se pone en pie un conflicto que trasciende toda anécdota y circunstancia para hablar en profundidad y con inédita verdad del sentimiento del amor, de la dificultad de identificarlo y del dolor del desamor.
El matrimonio vive apaciblemente en la costa sur inglesa, en Seaford, con esos acantilados cortados a tajo de caliza blanquísima. Ella prepara una antología de poemas y los quiere clasificar por conflictos o temas; Edward es profesor de Historia en el instituto; en sus ratos colabora como redactor de Wikipedia. El hijo veinteañero vive en Londres y está dolido por una ruptura sentimental reciente. Su padre le ha pedido que vuelva a la casa familiar con el propósito de ayudarle en la marcha de casa que planea.
Nicholson habla de cuestiones graves, pero lo hace sin énfasis, circunloquios ni engolamientos, con una dramatización fluida y una extraordinaria capacidad para mostrar las actitudes y pensamientos de los personajes mediante gestos mínimos o detalles sin aparente importancia: basta la secuencia inicial, con la petición de una taza de té y la discusión sobre dejar siempre la mitad sin tomar, para poner al espectador en situación e indicarle el punto en que está la relación de ese matrimonio al cabo de treinta años. También tiene Nicholson el acierto de leves toques de humor y sobria ligereza en los diálogos que evitan la sobredramatización del conflicto, de por sí suficientemente grave.
A partir de ahí, idas y venidas, palabras y silencios, quejas y esperas… que van mostrando cómo se puede amar y al mismo tiempo resultar impertinente, cómo la pareja te ha defraudado toda la vida, porque esperabas mucho más; o cómo, ya casi anciano, puede surgir el amor como inopinable magia, porque basta que un brazo te roce para que lo percibas hasta en lo más hondo… Lo más original en esta —también, pero no sólo— historia de amor o de pareja es la forma en que cada uno aborda la ruptura. Lejos de modelos clásicos de violencia, tipo La guerra de los Rose, o de romances de desesperación, en Regreso a Hope Gap se hace hincapié en cómo Edward busca la forma de no hacer daño, aunque haya desaparecido el amor; y cómo el sentimiento de desamor trastorna a la persona, es decir, modifica la percepción de la realidad de su psiquismo.
La figura del hijo Jamie tiene el valor de quien aprende, del joven que ha de sobrevivir con su propio dolor y comprender el de sus padres sin juzgarlos. Un chico que madura a marchas forzadas. Ayuda a su madre en la creación de una página web con poemas, como un catálogo que, en el fondo, es una cartografía de los sentimientos y una enciclopedia para conducirse en la vida, porque ya antes alguien ha vivido y ha escrito sobre las cosas que nos pasan.
Con una música espléndida de piano y emocionantes fragmentos del kyrie de la Misa en do menor de Mozart (k. 427), el lugar de Hope Gap tiene su protagonismo como espacio de márgenes y frontera: el acantilado es una tentación para el suicida y el límite infranqueable, como la costa muestra el horizonte marino que lleva a otros mundos inaccesibles. Situarse en ese lugar tan singular supone tomar conciencia de uno mismo, de la fragilidad de los sentimientos y de las búsquedas liberadoras.
José Luis Sánchez Noriega