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Privilegio (Privilege) (1967)

PrivilegioNota: 6

Dirección: Peter Watkins

Guión: Norman Bogner, Peter Watkins (Historia: Johnny Speight)

Reparto: Paul Jones, Jean Shrimpton, Mark London, William Job, Max Bacon, Doreen Mantle, Michael Graham

Fotografía: Peter Suschitzky

Duración: 103 Min.

Recientemente, el periodista Víctor Lenore desató la polémica acerca de las corrientes culturales hegemónicas en la España contemporánea, la de la crisis económica y la corrupción galopante, merced a su ensayo Indies, hipsters y gafapastas. Crónica de una dominación cultural. En su texto, Lenore viene a denunciar que el auge de estas tendencias impostadas y estrictamente pautadas supone la disolución del compromiso político de la juventud en un mar de banales conductas hedonistas/consumistas, la derivada aceptación tácita de cierto espíritu de la Transición degenerado en un bipartidismo inamovible y putrefacto, la supeditación de la ideología a la estética y la perpetuación de un elitismo clasista, caucásico, anglófilo y, por definición, excluyente. Se trata, en resumen, del conformismo masivo y absoluto travestido con disfraces de falsa rebeldía e individualidad.

En Privilegio, película británica de 1967 y que se proclama ambientada en un futuro inmediato, una estrella de rock diseñada y operada desde un gobierno de concentración que abarca por completo el espectro político local, sin distinción entre izquierda o derecha, pasa de encarnar el violento espíritu de la rebeldía juvenil para, después de una estudiada redención, abrazar las doctrinas de la Iglesia anglicana y el nacionalismo más recalcitrante. Antes de la apoteósica actuación donde plasma su vuelta a la sociedad de Bien, organizada a imitación de los desfiles nazis de Núremberg, un torvo reverendo de enfebrecidos ademanes hitlerianos se encarga de trasmitir la nueva consigna que la muchedumbre, arrastrada por el carisma del ídolo, deberá cumplir: “We will conform!” “¡Nos conformaremos!”. Es decir, la constatación de que, con el transcurrir del tiempo, las teorías distópicas de Un mundo feliz y la opresión a través del placer demostraron ser más atinadas que las de 1984 y su bota que aplasta eternamente un rostro humano.

Fotograma de Privilegio de Peter Watkins

En los tiempos del Swinging London, The Beatles y The Rolling Stones, Peter Watkins, francotirador despiadado que se agazapa al acecho desde los márgenes de la industria, compone un falso documental a propósito de cómo el status quo hace palanca en la necesidad de ocio y de referentes en los que inspirarse que posee la ciudadanía para, arteramente, legitimar su autoridad, manipular la conciencia cívica o extender valores afines a sus intereses hasta transformar estas cuestiones comunes al ser humano en una herramienta de control casi totalitario –no hay más que echar una ojeada, por ejemplo, a las estrellas infantiles facturadas por la omnipotente y conservadora factoría Disney, sacadas de un mismo molde de beatería puritana y con los inenarrables anillos de castidad como estandarte-. Aquí, Steven Shorter (el cantante Paul Jones), divinidad musical embrutecida, encarna el prototipo de artista de orígenes humildes y problemas con la ley que se erige en símbolo de supuesta rebeldía contra el sistema. Una rebeldía estéril que, sin embargo, se reduce para el público a chillar poseído en cada concierto y a comprar la mercadotecnia que genera un hombre que, en realidad, es en sí mismo un producto promocionado y exprimido por contables y políticos. Algo semejante, en definitiva, a lo que Roger Waters, líder de Pink Floyd, expresará en The Wall –ópera rock hecha fotogramas por el melómano Alan Parker y con sobrecogedores animaciones de Gerald Scarfe-, atormentado por la adhesión parafascista y la adoración ciega que generan estos mesías musicales.

Fotograma de Privilegio de Peter Watkins

El discurso es diáfano y Watkins lo dispara a lo bruto, sin contención de ningún tipo, de forma tan caricaturesca que convierte una idea pertinente, lúcida y polémica en algo próximo a un panfleto que, por muchas verdades que pudiera decir, cuesta más trabajo de lo debido tomar en serio –cuando tendría que ser precisamente lo contrario-. Resulta incluso ingenuo el entramado que monta entorno al adorado Shorter en comparación con el plano análisis sociológico que ofrece del pueblo –más allá de ese concepto de hombre-masa que siempre es admisible- o de la irrelevancia de otros factores implicados como la prensa, ilustrada con decepcionante superficialidad como cazadores de fotografías morbosas cuando su instrumentalización suele ser más compleja y decisiva -caso palmario de la conversión de los informativos en magazines de entretenimiento trivial y retweet a discreción-. Un caso éste último particularmente llamativo si se tiene en cuenta el encontronazo que el propio cineasta había sufrido tiempo atrás con una auténtica institución en el campo, la BBC, a consecuencia de El juego de la guerra, otra ficción de estilo documental acerca de los devastadores efectos que un posible –y no improbable- bombardeo atómico desencadenaría sobre las islas y que, considerado en exceso inquietante y subversivo por la cadena pública, permanecería un par de décadas confinado en lo más profundo de sus archivos. No obstante, cabe decir en su descargo, Watkins también descerrajaría años más tarde una revisión actualizada de la creación, gobierno y extinción de la Comuna de París de 1871 en La Commune, donde las disputas entre la televisión oficial y la televisión del pueblo insurgente representaban un terreno de lucha igual de encarnizado y sucio que la batalla por el poder acontecida en la calles. Hasta The Gladiators, otra obra intuitiva y especulativa escenificada en un futuro latente, bien podría servir asimismo para exponer en crudo los vicios de la televisión moderna –y, por otro lado, de la dimensión bélica del ocio deportivo y, en primer plano, del absurdo irracional de la guerra-. Y es que, gracias a la clarividencia del combativo y antibelicista realizador inglés, The Gladiators, producida bajo bandera sueca, ejerce de antecedente directo de fantasías como Battle Royale, La isla de los condenados o Los juegos del hambre. O, lo que es lo mismo, de los reality-shows protagonizados por la crueldad más abyecta, cuyo concepto esencial, no obstante, se puede rastrear en antiguos y vigentes espectáculos de la miseria ajena como los sádicos y demenciales maratones de baile de Danzad, danzad, malditos, declarados como derecho sagrado del ciudadano para calmar la indignación que debería producirle su deplorable estado personal.

Por otro lado, el retrato deformado y absurdo del universo musical y sus mezquinas bambalinas que propone Privilegio –la estupidez del artista grandilocuente, la ignorancia cultural de su círculo, la cohorte de palmeros y besamanos,…- atesora chispazos de humor agudo e inteligente, aunque quizás haya sido superado a estas alturas por la apoteosis en lo que a sátira musical se refiere: This is Spinal Tap. Tampoco termina de cuajar ese acertado tono documental primigenio, formato predilecto del director -pionero en este terreno más tarde tan popular en la posmodernidad-, y plasmado en el uso de la voz en off, los planos y escenas de aspecto improvisado e imperfecto, las entrevistas a cámara, las fotos de archivo,…. Recursos que juegan con la fina (y frecuentemente prostituida) línea que separa realidad y ficción, veracidad y mentira, pero cuya eficacia queda rota a causa de la intromisión arbitraria y no demasiado coherente de segmentos más propios de la narrativa cinematográfica tradicional, cristalizada en último término por esa redención individual que se le concede al cosificado Shorter y del todo innecesaria e inclusive contradictoria o contraproducente con las tesis que esgrime airado el filme.

Víctor Rivero

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