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Pororoca (2017): el nuevo cine rumano y la pérdida

Hacía tiempo que mi gran amigo Javier me había recomendado ver Pororoca, una película rumana de 2017 que, según sus palabras, me iba a conquistar sí o sí. Y teniendo en cuenta mi debilidad por el cine reciente de este país, no entiendo por qué he tardado tanto en verla. Tal vez me barruntaba el argumento al ver su póster y no me apetecía identificarme con el protagonista: un tipo que, durante uno de los innumerables días de parque que los padres pasamos junto a nuestros niños, pierde a su hija sin saber muy bien cuándo ni cómo. ¿Habrá sido secuestrada? ¿Habrá sufrido un accidente? ¿Se habrá ido a casa de alguna amiga sin avisar? La pesadilla perfecta de todo progenitor.

Como comprenderéis, desde que vi Pororoca no he vuelto a pisar un parque sin recordar esta pesadilla filmada por Constantin Popescu. Tampoco he logrado borrar de mi mente la interpretación de Bogdan Dumitrache. Bogdan me representa. En defensa de mi amigo Javi, que a través de esta recomendación me ha traumatizado de por vida, diré que me invitó a verla antes de convertirme en padre. Un punto a su favor, aunque en el fondo agradezco haberla visto en esta etapa de mi vida, porque solo un padre es capaz de calibrar el poderoso efecto de su visionado en su totalidad. Solo así es posible entender el sentimiento de culpa que ahoga a Tudor desde que se confirma la desaparición de María.

No se trata de una culpa normal, es una culpa que te come las entrañas, que no te deja vivir, que probablemente te vuelva loco. Por eso es tan importante la gestión del tiempo narrativo a lo largo de su metraje, mediante un ritmo que facilita la comprensión de ese proceso lento por el que un padre cae en la zona mas ardiente de los infiernos mientras intenta enmendar un error, una omisión, un descuido, o lo que sea que haya contribuido a la desaparición de María. Ello implica necesariamente asumir la culpa de algo que no le corresponde, a pesar de que una madre desesperada se agarre a esa responsabilización como a un clavo ardiendo, tratando de explicar lo inexplicable y de encontrar un culpable a quien odiar con todas sus fuerzas. En ese sentido, ella lo tiene más «fácil» que Tudor.

En mi vida «después de Pororoca«, cuando llevo a mis hijos a un parque no les quito el ojo de encima, arriesgándome a parecer un paranoico a ojos del resto de los padres. Es el efecto del buen cine, el que logra joderte la vida tal y como se propone el director de turno. Sirva la película para entrenar al espectador más paciente con las imágenes que abren la secuencia de una desaparición en un insoportable fuera de campo. La duración proporciona la sensación de realismo y nos invita a darnos un respiro al no conocer lo que está a punto de suceder: una lenta agonía desprovista de efectismos pero profundamente efectiva a la hora de llevarnos desde la incredulidad a la constatación de una tragedia en ciernes. Porque no ver es como nunca entender, y como perder la posibilidad de un futuro duelo. 

Carlos Fernández Castro

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