Oslo, 31 de Agosto (Oslo, 31. August) (2011)
Nota: 8,5
Dirección: Joachim Trier
Guión: Joachim Trier, Eskil Vogt
Reparto: Anders Danielsen Lie, Hans Olav Brenner, Ingrid Olava, Oystein Roger, Tone Beate Mostraum
Fotografía: Jakob Ihre
Duración: 95 Min.
Desde el estreno de «Amour«, de Michael Haneke, ninguna película me había impactado tanto como lo ha hecho «Oslo, 31 de Agosto». El primo lejano de Lars von Trier, a pesar de contar con tan sólo dos películas en su haber, demuestra una habilidad sorprendente a la hora de plasmar sus ideas, de una manera tan poco habitual como efectiva, además de asestar un golpe seco a la idílica sociedad noruega (moderna) en particular y al estilo de vida occidental en general.
Joachim Trier obliga al espectador a desatascar todos sus sentidos, esos que empleamos habitualmente en nuestra vida rutinaria, y de los que apenas exprimimos un mínimo de su potencial. Después de varios años intentando rehabilitarse de un largo paseo por el lado salvaje, el protagonista de esta película es arrojado al mundo real con la esperanza de lograr una más que improbable reinserción. Anders ya no mira, sino que observa; en lugar de oír, escucha atentamente; ya no presencia su vida como si fuera un espectador más, sino que la siente como si cada momento fuera el último. ¿Alguien puede soportar tanta intensidad?
«Oslo 31 de Agosto» no sólo intenta mantener al espectador a una cierta distancia de su protagonista, sino que además emana cierta frialdad con el propósito de mitigar el dolor que provoca su visionado. Anders es un ex-drogodependiente, pero no es distinto a cualquier otro ser humano que haya estado desconectado del mundo real durante una larga temporada. Joachim Trier lanza un mensaje demoledor, pero no dogmatiza. Sin embargo, «que paren el mundo, que yo me quiero bajar» parece ser la única conclusión a la que llegamos después de ver su segunda película.
Mientras Anders se toma un café en la terraza de un bar de su ciudad natal, intenta no recrearse en sus pensamientos, aquellos que antes de salir de la clínica de rehabilitación le empujaron a intentar el suicidio. Tan sólo escucha las conversaciones de las personas que le rodean; deseos, frustraciones, necesidades, conflictos, ilusiones, modelos de vida ideal…Demasiada información que confirma su incompatibilidad con un mundo del que hace tiempo intentó desvincularse; sin drogas de por medio, vuelve a sentirla con una nitidez brutal. En esta sencilla secuencia, el director noruego demuestra una sensibilidad y una capacidad analítica, prácticamente inéditas en el cine actual.
En la oscuridad de una sala de cine, tan sólo nos queda identificarnos con el protagonista, y escuchar a través de sus oídos; nunca unos diálogos tan cotidianos dolieron tanto. Gracias a un clarividente Joachim Trier, Anders comparte con nosotros sus reflexiones en voz alta, e intenta repasar una vida aparentemente ejemplar, desde su más tierna infancia hasta su fracturada edad adulta, buscando el error que le ha llevado a las puertas de este infierno en vida. El director noruego vuelve a jugar sus cartas con maestría. Logra profundizar en Anders de tal manera, que acabamos compartiendo su desesperación como si fuera propia, aunque aparentemente no tengamos mucho en común con él.
Mención especial merece una de las secuencias mas bellas del cine reciente; tras una juerga nocturna y al borde del amanecer, Anders circula de paquete en una bicicleta precedida por otra, desde la que alguien acciona intermitentemente un extintor. El protagonista y su acompañante atraviesan las nubes que parecen salir a su encuentro, en las calles de una ciudad que todavía parece dormir. Estas imborrables imágenes transmiten una paz premonitoria, que más tarde el espectador comprenderá.
«Oslo, 31 de Agosto» es una película que duele de verdad, pero que también invita a replantearse la vida al margen de las normas -no escritas- sociales. En los primeros compases del film, el protagonista se reencuentra con un viejo amigo de toda la vida. Está casado y con hijos, y tiene una vida que podríamos considerar modélica, pero se siente como un muerto viviente o un autómata, que obedece el manual de «lo que se supone que deberías hacer con tu vida». Uno vive completamente resignado, mientras que el otro es incapaz de aceptar su propia existencia; ninguno de los dos se plantea el cambio, alternativa por la que implícitamente apuesta esta magnífica película.
Cuidado, Joachim Trier ha filmado una película que sólo debería verse bajo prescripción facultativa. Sus efectos secundarios implican una reflexión profunda sobre el sentido de la vida. Cine para pensar, cine para sentir.
Carlos Fernández Castro