No tocar la Pasta (Touchez pas au grisbi) (1954)
Nota: 8,5
Dirección: Jacques Becker
Guión: Albert Simonin, Albert Griffe, Jacques Becker (Novela: Albert Simonin)
Reparto: Jean Gabin, René Dary, Dora Doll, Lino Ventura, Jeanne Moreau, Marilyn Buferd, Gaby Basset
Fotografía: Pierre Montazel
Duración: 94 Min.
No recuerdo dónde lo leí en su día, como tampoco recuerdo el monólogo al detalle, pero en realidad no importa demasiado. En Madrid, 1987, cuando los dos protagonistas llevan ya demasiadas horas encerrados en el baño, desnudos y agotados, el maduro escritor que interpreta José Sacristán decide aliviar la espera a la adolescente que encarna su vitalidad perdida relatándole, tan solo apoyado en la fuerza de la densidad de su voz, la escena de una antigua película, ya olvidada. Según leí, decía, la escena se trata de un fragmento de No tocar la pasta. Sea como fuere, la rotundidad narradora que exhibía Sacristán en esta secuencia conecta de forma tan sencilla como tangible con la naturaleza misma del cine –o con parte de su naturaleza, matizarán los guardianes de las elevadas esencias artísticas-: el placer de escuchar una buena historia.
No tocar la pasta, en efecto, representa también ese arte atávico e inmortal de compartir una historia capaz de fascinar la mente y transportarla a otro mundo paralelo, donde personajes irresistibles se ven sometidos a las conspiraciones que plantean las circunstancias y, todavía más interesante, sus convicciones existenciales privadas. No sería casual además que el hastiado literato escogiese precisamente este filme para evocar sensaciones perdidas: gobierna el escenario y sobre todo la moral de los personajes un aroma profundamente melancólico y crepuscular que sumerge el argumento, genuinamente noir, en un denso clima de fatalidad y pesimismo. Por supuesto, la ciudad, ya desde los títulos iniciales, contempla sombría e indiferente la suerte dispar de estos individuos desesperados.
Algo sabía de decadencia el gran Jean Gabin, quien había sido el más destacado caballero del cine francés durante el periodo de entreguerras. Inmerso en una grave crisis artística que se prolongaba desde el término de la Segunda Guerra Mundial, la renuncia al papel principal de Daniel Gélin le proporcionaría la oportunidad de reconducir su carrera, estrechamente ligada al cine negro. Aunque fuese como segundo plato, el rol de Max, ladrón retirado tras un fructífero último golpe, se ajusta como un guante a la mirada de vuelta de todo, la elegancia otoñal y el incombustible porte de seductor del astro parisino. Pero la clase de Max ya no pertenece a esta sociedad grosera y materialista. El conflicto que afrontará el último de los criminales nobles es, por tanto, un conflicto entre los códigos éticos como manera de entender la vida y la inmoralidad que se aviene en unos tiempos de corrupción y barbarie. Entre la lealtad sin premio y la traición por codicia. Entre la satisfacción del bon vivant que aprecia el valor de la existencia por la existencia y la incapacidad para conocer el lugar que a uno le corresponde. Entre el respeto por la dignidad de uno mismo y la cesión a los cantos de sirena del dinero o la mujer –no es una cinta que se muestre particularmente cara hacia la figura femenina, como no lo es en general este microcosmos de callejones sucios, tipos marginales y femmes fatales creadas para la perdición-. Se trata, en definitiva, de una disyuntiva paradigmática del cine negro que, en cualquier caso, se aborda desde una sensibilidad con denominación de origen francesa: el polar, cuya arquitectura esencial No toquéis la pasta contribuye a delimitar y que, por aquel entonces, se hallaba también a punto de consolidarse con la irrupción atronadora de su padre prócer, Jean Pierre Melville, de la mano de Bob el jugador, filme que comparte numerosos nexos de conexión argumental y ambiental con la aquí comentada, además de la presencia de Daniel Cauchy en el reparto.
En No tocar la pasta, esta concepción particular del noir se traduce en una plasmación extraordinariamente física y descarnada de las acciones, que comprende desde las más sórdidas –el esnifado de cocaína, la sexualidad manifiesta en obscenos magreos o las fotografías eróticas, los violentos bofetones que propina Gabin sin distinción a hombres y mujeres- hasta las más domésticas y prosaicas –el pijama y el cepillado de dientes-, ambas elididas con frecuencia desde las convenciones del género y ambas igualmente significativas en la configuración de personajes y contexto trágico. A fin de cuentas, la idiosincrasia nacional francesa es menos puritana y pudorosa que la estadounidense. No es de extrañar pues que la acción se abra en el bohemio Montmartre, a los pies del libidinoso Moulin Rouge, lugar donde Max y los de su especie, ya en extinción, encuentran su asediado hogar. Pero Max, después de leer la última información sobre el robo de doce lingotes de oro, desoye absorto las tentaciones que instigan sus compañeras de mesa y el entorno que le rodea. A pesar de que Max las conquista a todas, cuando trabaja ni bebe ni besa. Más allá del estilo en su vestimenta y su aristocrática manera de conducirse, la capacidad de discriminar los negocios de los amoríos es uno de los auténticos rasgos de distinción de Max, establecido en contraposición de los canosos peleles que pululan por los cabarets para comprar un polvo al por menor, de los gánsteres de nuevo cuño cuya avaricia depreda metal y sexo por igual –el exluchador Lino Ventura en su primera incursión en pantalla, donde será uno de los iconos de este cine criminal de etiqueta negra francesa- y, en especial, de su compañero de fatigas, desgracias y romances, Riton, encarnado por René Dary, un actor que curiosamente se había erigido en una especie de sucesor de Gabin en la década anterior y caracterizado por una irreductible economía expresiva, adecuada para el estólido criminal que aquí interpreta aunque, en algunas ocasiones, en exceso contenida.
Este último particular es el que, encauzado a partir de un decepcionado y arrollador diálogo entre raciones de paté, espolea el conflicto dramático de No tocar la pasta, ya fundado de base por la colisión entre ese mundo romántico que se agota y su áspero opuesto que emerge para demolerlo definitivamente, y ahora, avanzando la trama, acuciado por el dilema del antihéroe entre recuperar la pequeña fortuna de su retiro o mantener el valor de sus principios y resarcir a su amigo, condenado por la mirada lánguida y vampírica de la jovencísima Jeanne Moreau –otra figura clave del polar de la mano de su participación en la relevante Ascensor para el cadalso-. La obra crece entre las intimidades de Max, en su lucha de resistencia desarrollada por la pura potencia de su ingenio y de su viril honorabilidad. Mientras, en consonancia, Jacques Becker estimula con una narración convenientemente cadenciosa y apesadumbrada, y con intenso y conmovedor lirismo –las magníficas escenas contrapuestas de los soliloquios-, este combate entre dignidad y derrotismo que embarga la atmósfera, el factor clave que determina el género, por encima incluso del atractivo que puedan poseer sus componendas policiales o delictivas. Porque, en sentido estricto, aquí lo de menos es la pasta que menciona el título, reducida casi a la nada por esa percepción del inexorable paso del tiempo que arroja la situación, los avatares y las fidelidades del viejo Max.
Víctor Rivero