Los Siete Samurais (Shichinin no Samurai) (1954)
Nota: 10
Dirección Akira Kurosawa
Guión: Akira Kurosawa, Shinobu Hashimoto, Hideo Oguni
Reparto: Toshiro Mifune, Takashi Shimura, Yoshio Inaba, Seiji Miyaguchi, Minoru Chiaki, Daisuke Katô
Fotografía: Asakazu Nakai
Duración: 205 Min.
Los siete samuráis. Simple entretenimiento. Un proyecto alimenticio. Akira Kurosawa afrontaba el más célebre de sus jidaigeki –y probablemente una de sus películas más conocidas y reverenciadas-, con la intención de crear una cinta comercial que le garantizase unos réditos económicos suficientes como para que, en adelante, la productora Toho accediese a financiar otras obras más personales, más acordes a su cine desbordado de abismales dilemas éticos y morales, alumbrado de la dificultosa situación de su país y, al mismo tiempo, emanado de la gran literatura clásica europea de plumas como William Shakespeare o Fiódor Dostoievski. Pero Akira Kurosawa nace autor y muere autor. Los estrechos códigos y estereotipos del jidaigeki no caben en su vasta visión humanista de la narración de historias. La quijotesca misión de los siete samuráis que combatirán a una terrible banda de cuarenta ladrones a cambio de tres irrisorios platos de arroz al día –o ni siquiera eso-, se convierte de su mano en un relato en el que la épica reside, a partes iguales, en las caballerescas acciones de sus protagonistas y en su inquebrantable firmeza moral, que revela en cada uno de ellos un bullicioso universo propio de motivaciones y excusas por cuyas grietas se filtran asimismo hoscas tensiones sociales y culturales. Con su carácter trazado con maravillosa economía, son individuos vivos que respiran, razonan y deciden; no prosaica tinta sobre el papel del libreto. Seres dotados de sólidos lazos de interacción profesional y afectiva, tanto de unión como de oposición –o de ambas cosas a la vez-, que traman la red que sostiene esta impetuosa aventura.
Ya los títulos de crédito irrumpen crispados: furiosos trazos blancos de pincel sobre fondo negro. Oblicuos, subrayados por atronadora percusión que induce a un trance grave, imponente, como será el argumento del filme. Porque el tema de Los siete samuráis no es el heroísmo, ni la lucha contra los saqueadores de la aldea de los temerosos campesinos, sino la melancólica crepuscularidad de la figura del samurái. Precisamente, Kurosawa conocía el asunto por linaje familiar. Los siete samuráis es el testamento de una casta que, en sus fotogramas, se percibe ya embarcada en una irreparable agonía. La fanfarria de trompetas que compone el tema central de la banda sonora queda lejos de la epopeya y sus reminiscencias se aproximan más a una marcha luctuosa. Será significativo el cobarde empleo de la pólvora moderna para contrarrestar el valor de los protagonistas. Fieles a los dictámenes del Bushido, los samuráis del filme se acogen con estoicismo al final de sus días. Reductos anacrónicos de tiempos pretéritos -tampoco más dignos que los presentes-, siervos de señores de la guerra sepultados en el barro del campo de batalla, presa de despreciables carroñeros ávidos de botín, otrora guerreros invencibles ahora humillados por matones de tres al cuarto, hidalgos a punto de morir de hambre, a los samuráis de Kurosawa no les queda más que extinguirse con honor. Escasos laureles se aprecian en el pasado de unos individuos que se reconocen como hombres, también víctimas del miedo, de las dudas, de la injusticia de un mundo cruel, de las derrotas de la existencia, encargadas de romper en mil pedazos los sueños de juventud. Poco diferentes, en conclusión, de esos plañideros campesinos “que han venido al mundo para sufrir” y que “seguirán siendo miserables después de muertos”. Tan solo son dueños de otro desempeño distinto al suyo.
Para los sacrificados combatientes de Los siete samuráis, la gloria es un placer efímero, puramente privado e inmaterial, semejante al de los centauros eternamente errantes del western con quienes enraízan y sobre quienes influirán. La ética como factor constituyente del hombre auténtico, esa honra como condena a la marginalidad tan fordiana, el duelo de intensidad progresiva y zanjado con un relámpago que fulmina de repente el estatismo previo, la desmitificadora suciedad tan del spaghetti, el contingente enemigo que aparece en lontananza. “Me encantaría rodar westerns como Kurosawa los rueda”, reconocerá otro de los grandes poetas del género, el elegíaco Sam Peckinpah quien, a buen seguro, quedaría embelesado por el sugestivo uso del slow-motion como caligrafía de la muerte en alguna de las escenas de la película. El cineasta tokiota no se limita a plasmar con academicismo, al servicio de un espectáculo vulgar, los lances a katana y las embestidas militares. Los elegantes y expresivos planos de Kurosawa envuelven a los personajes en un cerco físico y psicológico, azotados por un viento incesante y una lluvia apocalíptica que ahoga toda resistencia espiritual, enmarcados en una Tierra bajo el yugo de un cielo indiferente, de un blanco sepulcral. Las secuencias que reflejan el bucolismo del bosque son contadas, restringidas a apenas un leve remanso de paz antes de la tormenta y a un par de ambiguos escarceos sexuales entre el inexperto samurái Katsuhiro (Isao Kimura) y una muchacha inicuamente travestida de chico con el fin burlar los encantos de los forasteros. Se aprecia en ella hipnóticas inmersiones en el terreno fantástico –la mujer en el incendio, la toma del primer fusil en la niebla-, aparte de los populares alivios cómicos –y de nuevo tan fordianos- que favorece un personaje extravagante y arrollador como el Kikuchiyo del histriónico Toshiro Mifune o el del torpe aldeano Yohei (Bokuzen Hidari), contrapunto de la dignidad inmutable de Kanbei, líder estratégico y moral de la misión (nadie como Takashi Shimura para encarnarlo, aparte del Henry Fonda de Pasión de los fuertes, quizás).
La monumentalidad de Los siete samuráis –tres horas y veinte de película, una hora completa de asedio y batalla-, en puridad meras ruinas de un universo decadente, esconde en sus cimientos, impregnado en sus imágenes, un profundo y conmovedor desencanto. Un denso sabor amargo preside la verdadera guerra que se libra en la trama, donde se halla larvada la mayor violencia de la película: aquella entre el idealismo y el desengaño, ambos producto y consecuencia de las complejidades de la naturaleza humana. Los agricultores a los que aceptarán defender los samuráis componen un cuerpo temeroso, cínico, victimista y egoísta. Un ente que incluso resulta odioso hasta que Kikuchiyo, en uno de los más estentóreos y determinantes clímax dramáticos de la función, expande con desarmante rigor esa visión de conjunto de la sociedad medieval japonesa -en concreto la del convulso periodo Sengoku o periodo de los estados en guerra, que abarca de 1467 a 1568-. Kikuchiyo, descendiente de campesinos y fingido samurái, es el hijo bastardo de este sanguinario y secular enfrentamiento entre estratos sociales, pero también la imperfecta materialización de esa utopía imposible que trata de construirse en el poblado con la colaboración entre labradores y samuráis, quebrada sin remedio por la pervivencia de una mezquindad, de una desconfianza y de unos prejuicios enquistados en las entrañas de los escarmentados lugareños. El mismo espejismo que se prorroga durante el colosal combate y que parece derrumbarse a pedazos según se alcanza su desenlace. El vigor y la modernidad narrativa de Kurosawa se esfuerza en contener la desbandada, rubricando el cénit de la lección de pulso, vitalidad y pasión de contador de historias que había demostrado durante los dos primeros actos. Pero, en efecto, su término es anticlimático y antirromántico –las confusas y lamentables dos últimas muertes, la histeria postraumática-. El desolador plano de clausura, refrendado además por sentencias despiadadas en su atronadora clarividencia, cierra el ciclo irrompible de un destino escrito.
Víctor Manuel Rivero