Los Ángeles del Infierno (Hell’s Angels) (1930)
Nota: 8,5
Dirección: Howard Hughes
Guión: Harry Behn, Howard Estabrook (Historia: Joseph Moncure March, Marshall Neilan)
Reparto: Ben Lyon, James Hall, Jean Harlow, John Darrow, Lucien Prival, Frank Clarke, Roy Wilson
Fotografía: Tony Gaudio, Harry Perry
Duración: 127 Min.
Recordaba Martin Scorsese en el documental Milius, a propósito del guionista y director estadounidense, que, estando reunidos los dos para visionar una copia de 16 milímetros de Los ángeles del infierno junto a otros popes del naciente Nuevo Hollywood como Steven Spielberg o Paul Schrader, el tempestuoso Milius se alzó de improviso al concluir la película, todavía con la luz del proyector parpadeante, para ensayar un mitin en el que clamaba a sus compañeros de promoción acerca de que éste era el tipo de cine que había de hacerse y el tipo de cine en el que estos insolentes y talentudos creadores debían centrarse.
Resulta fácil comprender qué es lo que atraía de Los ángeles del infierno a este impetuoso contador de historias a quien le encantaba oler el napalm por las mañanas. La viril determinación individual como forma de entender la batalla contra el enemigo, la visceralidad en el duelo cara a cara contra la Parca, las agallas que implica asumir los sacrificios personales que dictamina el sentido del honor. Pero asimismo Los ángeles del infierno es un filme sin duda a la altura de la personalidad arrolladora y excesiva de su creador, el excéntrico magnate, playboy, amante de la adrenalina y cineasta Howard Hughes, quien se ponía por primera (y penúltima vez) detrás de las cámaras –si bien asistido por James Whale y Edmund Goulding- para plasmar las pulsiones de vida, muerte y aventura que le transmitían los combates de la aviación aliada en la Primera Guerra Mundial.
Un subgénero dentro del cine bélico que, por otro lado, contaba en aquellos años con el favor de la crítica y el público debido a exponentes como Alas, de William A. Wellman, vencedora del primer premio Óscar en la categoría de Mejor película en 1927 y pionera en el ‘product placement’, o La escuadrilla del amanecer, firmada por otro apasionado del vuelo como Howard Hawks y estrenada también en 1930. Establecida en perfecto antagonismo con la miseria y el barro casi subterráneo de las trincheras -protagonistas por derecho del por entonces más atroz conflicto de la Historia-, la guerra en el aire ofrecía un espectáculo limpio, estético y honorable, dotado de una mística especial gracias a figuras rayanas con la leyenda como el alemán Manfred von Richthofen, más conocido como ‘el Barón rojo’, célebre por haber derribado cerca de un centenar de aeronaves adversarias pero, al mismo tiempo, por su misericordia hacia los derrotados en el lance. Huelga decir que aquí Von Richthofen también disfrutará de un nuevo recordatorio con el que alimentar su mito.
La construcción de Los ángeles del infierno fue, en sí misma, una aventura. La primera en la que Hughes se embarcaba en cuerpo y alma con el objetivo de materializar su ambición inconmovible por convertirse en el más aclamado productor de cine del mundo. El presupuesto, que terminó rondando los cuatro millones de dólares, comprendía la completa refilmación como película sonora de un proyecto colosal que había sido rodado silente dos años atrás, la innovadora aplicación de color en parte del metraje –violáceo y luctuoso en el duelo a pistola, colorista en el acre baile de gala, azulado y gélido en las contiendas-, la importación desde Europa de 87 modelos de aviones que habían tomado parte en el conflicto, un centenar de pilotos para dirigirlos y la muerte de tres de ellos en las arriesgadas maniobras de vuelo que planeaba Hughes para las escenas de acción, implacable en la consecución de su sueño. Incluso el propio millonario estrellaría uno de los aviones ejecutando una demostración práctica de lo que exigía a sus asalariados, lo que le valdría la fractura de unos cuantos huesos.
No cabía ahorrar esfuerzos para impregnar de épica la pantalla. Tampoco en la vertiente emocional. Hughes, admirador del busto femenino, contrataría a Jean Harlow en sustitución de la actriz original de 1928, Greta Nissen, para regalarle un amorío entre bambalinas y el primer papel estelar de una carrera que, después de una frase de maliciosa sensualidad –“¿Te impresionaría si me pongo algo más cómodo?”-, y auspiciada por la jugosa tolerancia previa a la aplicación estricta del Código Hays, quedaría indefectiblemente ligada a un rol de hedonista devoradora de hombres, fama que la actriz se encargaría de propagar fuera de la pantalla –“Los hombres me aman porque no llevo ropa interior y las mujeres también me quieren porque saben que nunca les robaría un hombre. En todo caso por mucho tiempo”, afirmaría en cierta ocasión-. Aunque atrevida, carnal y muy hábil en la plasmación de insinuaciones mediante elipsis, la vertiente romántica del relato, que se intuye fatal desde la primera aparición de Harlow, palidece en comparación con los capítulo guerreros de la función. No cabría imputar como fallo, no obstante, su brusca resolución.
Contrariamente a lo que parecería indicar la volcánica personalidad de Hughes y el sustrato argumental de la película -que combina así el cine bélico con el melodrama familiar y sentimental-, no es el desafuero o la histeria lo que gobierna las escenas clave, sino una rotunda sencillez que las confiere una honesta y desgarradora crudeza. Los clímax dramáticos y bélicos se arrojan contra el espectador en profundo silencio y con un desarmante estilo directo, envueltos en una realización audaz y vibrante. De este modo, la potencia de las imágenes se fusiona con la potencia trágica de las escenas, obteniendo de esta colisión una gran violencia visual y conceptual que todavía hoy estremece. En los fotogramas se palpa rabia, testosterona, desesperación, miedo; el sabor metálico de la sangre, la pólvora y la muerte.
Los ángeles del infierno no es exactamente una película pacifista, al menos al estilo de otras cintas coetáneas como El gran desfile, Sin novedad en el frente, Cuatro de infantería (Wesfront 1918) o Remordimiento, las cuales, atentas al hediondo clima del periodo de entreguerras, parecían intuir la cercana eclosión del huevo de la serpiente. Empero, Los ángeles del infierno muestra paralelismos con la última de ellas -los intercambios de declaraciones de amor hacia la patria ajena entre los amigos inglés y alemán, un aspecto que empero quedará pronto relegado tras el que probablemente sea el más valeroso acto de heroísmo del filme-. Una camaradería a ambos lados del alambre de espino que no llega al conmovedor extremo de la británica Vida y muerte del coronel Blimp -donde la relación recorría y superaba guerras y calamidades gracias a la sombra de una mujer idealizada-, pero destaca por el hecho de que la compenetración entre los dos amigos sea mayor que entre el inglés y su propio hermano, antagonistas en su noción de la responsabilidad y de la honra. Sin embargo, igual de cierto es que, en el ángulo opuesto, el guion traza rasgos maniqueos en el retrato del ‘boche’, sintetizados en un alto mando que tiene en el mutilado capitán del zepelín su mejor exponente o, mejor aún, en la aristocracia prusiana que imita los caricaturescos, extravagantes y crueles personajes encarnados por Erich von Strotheim, monóculo incluido.
En cualquier caso, en lo que se refiere al territorio puramente marcial, ni siquiera las hazañas ni las seductoras coreografías aéreas de Los ángeles del infierno son especialmente enardecedoras. Las victorias, aunque espectaculares y sobrecogedoras, son pírricas y siempre dejan tras de sí el rastro de un penetrante regusto amargo. Las atrocidades a las que se asiste en el transcurso de la hechizante y terrible secuencia del zepelín –la evacuación alemana, el último cartucho inglés-; la claustrofobia, la tensión y el espanto que exudan los rostros de los aviadores, capturados con la cámara fija ante ellos; las horrendas muertes en el aire. En ellas, la angustia iguala a la gloria. Lástima que las lúcidas sentencias acerca de la banalidad del honor y del sinsentido de la guerra, salidas de la boca del hermano díscolo (un magnífico Ben Lyon, lleno de matices, emocionante en su comprensible cobardía), queden desacreditadas por la reprobable moralidad del personaje y el objetivo de componer con él un recorrido moral sobre la asunción del deber y del sacrificio personal.
Retornando a la anécdota que abre el texto, no queda sino reconocer que el discurso de John Milius, tan inflamado como los fotogramas del filme, había conseguido prender en su audiencia. George Lucas, a quien unía una relación quasifraternal con el escritor de Apocalypse Now, tomaría buena nota acerca de cómo rodar un combate aéreo. La prueba de ello se encuentra en La guerra de las galaxias. Y por su parte, Martin Scorsese homenajearía directamente la figura de Howard Hughes en El aviador.
Víctor Manuel Rivero