La Última Cacería (The Last Hunt) (1956)
Nota: 7,5
Director: Richard Brooks
Guión: Richard Brooks (Novela: Milton Lott)
Reparto: Robert Taylor, Stewart Granger, Lloyd Nolan, Debra Paget, Russ Tumblyn, Constance Ford
Fotografía: Russell Harlan
Duración: 108 Min.
En el singular territorio del western, la vida y la muerte conforman dos líneas gemelas que se entrecruzan, hibridan y enfrentan sin solución de continuidad. En La última cacería, el desacuerdo entre la voluntad de vida y la voluntad de muerte intrínsecos a la condición humana quedan encarnados en el duelo antagónico entre dos hombres: un cazador de bisontes que mata “porque es lo único que sabe hacer” y un cazador de bisontes que mata porque “matar es la expresión misma de la vida”.
Richard Brooks, un intelectual culto, escéptico y comprometido con los principios sociales democráticos y con los valores humanos en unos tiempos en los que semejante actitud podría considerarse proscrita en Hollywood, revisaba con amargura los frutos envenenados de la legendaria conquista del Oeste. El acercamiento de Brooks al western, trazado a través de La última cacería, Los profesionales y Muerde la bala, se establece desde el desencanto y la conciencia del fin de una época. El Oeste que habita Sandy McKenzie (Stuart Granger), frustrado ganadero que ha de retornar a la masacre del bisonte a causa de su inutilidad para hacer cualquier otra cosa, es una tierra de gigantes caídos, que con su indiferente hostilidad ha puesto dos metros de barro sobre los cadáveres de tótems como ‘Wild Bill’ Hickok, George Armstrong Custer o ‘California’ Joe. El rebaño de bisontes que oficia la apertura del filme, bestias telúricas y magníficas ligadas a las raíces mismas del país, no son más que los pálidos fantasmas de las ingentes manadas que otrora surcaron las praderas vírgenes, diezmadas por la salvaje codicia del hombre blanco y el hambre reverencial del piel roja.
Es en este contexto donde se desarrolla la disputa entre McKenzie y su socio y contratante, Charlie Gilson (Robert Taylor, en un papel atípico). La contradicción entre el hastío de negociar con la muerte y el impulso destructivo e insaciable. Entre el atentado natural y religioso de erradicar estas hermosas criaturas y la patética voracidad del hombre entregado sin medida a sus apetitos primarios e irracionales. Contrastes irreconciliables que convergerán del mismo modo en triángulo amoroso con una india cautiva como vértice (Debra Paget, belleza resplandeciente acostumbrada a interpretar roles exóticos).
McKenzie, honesto y tolerante, torturado por lo que considera un crimen, es un individuo hostigado por unos remordimientos que, a falta de cura mejor, trata de acallar cínicamente con dinero. Mata porque así está escrito en su sangre, porque es su destino irreparable. Por su parte, Gilson es un sujeto que siente el asesinato como una pulsión irreprimible, un imperativo existencial equiparable al sexo, a la embriaguez. Aniquila con lujuria, en un éxtasis de placer. Si bien su retrato es un tanto plano, exagerado y redundante en comparación con el protagonista, en él se intuyen desgarradas cicatrices provocadas por el horror de la guerra, que no es sino la gran cacería legalizada del hombre. De hecho, desde su perspectiva, el bisonte parece ser un pobre sustitutivo de esa única presa mayor que podía colmar la sed cinegética del malvado conde Zaroff. Una idea que, acompañada por el talante proindio del argumento –aún poco frecuente en Hollywood-, sirve para incorporar al alegato naturalista una incómoda diatriba contra todo tipo de genocidio.
Como decimos, por medio de esta competición La última cacería denuncia el atropello ecológico ejercido por el hombre occidental, adalid de la presunta civilización, en el nombre de saciar su avaricia o, simplemente, distraer su aburrimiento. Brooks filma las escenas de caza con una desarmante ausencia de énfasis. Más que un acto épico, el espectador contempla crudas ejecuciones. Los vastos campos sembrados de huesos blanqueados y pellejos descompuestos sobre los que cabalgan los personajes se proyectan como testimonio de la barbarie.
La lectura económica es otra de las múltiples esquinas que contiene esta obra repleta de afiladas aristas, perfiladas por unas líneas de guion que conjugan su deje discursivo a fuerza de su despiadada contundencia –con la evolución de su estilo y sensibilidad, el director y escritor iría puliendo progresivamente su tendencia a la verbalización explícita-. Gilson se siente dueño de todo aquello sobre lo que se posan sus ojos, de todo lo que ambiciona su deseo, tanto da que sea el cuero de un animal, los dólares obtenidos por las batidas o la posesión de una mujer salvada del plomo por la pura lascivia del homicida. Gilson se erige por tanto como el antecesor directo del despreciable patrón de Los profesionales, que mesuraba el honor como un si de un valor de mercado se tratase, o de los promotores de la competición a caballo de Muerde la bala, nuevos ricos ilusoriamente enseñoreados de una tierra que no les pertenece y que personifican el punto más alto (o bajo) de la cultura de la victoria a cualquier precio.
Pero incluso por encima de todo ello, La última cacería configura un combate cósmico y trascendental. Según avanza el metraje, la trama dibuja un agrio crescendo trágico –lástima que, en una de las principales objeciones de la cinta, la realización Brooks no consiga plasmar una tensión pareja-, mientras que el escenario adquiere un aspecto casi apocalíptico, inundado de rasgos atávicos y prodigiosos –el aullido del lobo, el delirio en la tormenta, el azote de los elementos-, excepcionalmente simbólicos y reveladores a la hora de representar la anticlimática resolución del duelo; conclusión por ello mismo todavía más significativa y poderosa.
Victor Rivero