La casa de Jack (The House that Jack Built, 2018)
Nota: 9
Dirección: Lars von Trier
Guión: Lars von Trier
Reparto: Matt Dillon, Bruno Ganz, Uma Thurman, Riley Keough, Sofie Gråbøl, Siobhan Fallon, Ed Speleers, Osy Ikhile, David Bailie
Fotografía: Manuel Alberto Claro
Duración: 150 Min.
Cuando crees que lo has visto todo, llega Lars von Trier y abre tus ojos a unas dimensiones que jamás habías soñado. Aunque no es tanto una cuestión de cuánta barbarie puede acumular el danés en sus imágenes o de cuán inmorales pueden llegar a ser sus personajes, sino de cómo relata sus perversidades y qué tonos emplea para ello.
La casa de Jack es una película que no recomendaría a mis seres queridos (a riesgo de perderlos) ni al más malvado de mis enemigos (no vaya a ser que la disfrute). Por esa misma razón me preocupa haberla gozado con tanta intensidad, a pesar del contenido macabro, e incluso desagradable, de algunas de sus imágenes. Pero no todo en ella son estímulos para hacer desfilar a los espectadores más sensibles por la puerta de salida antes de concluir su primera mitad.
Si en la serie española Vergüenza (2018), Cavestany y Armero conseguían hacernos reír con las situaciones bochornosas de sus personajes y, simultáneamente, provocar en nuestro interior un extraño sentimiento de culpabildad, Lars von Trier logra el mismo efecto a través de las atrocidades de su implacable asesino en serie. Sin embargo, las situaciones de La casa de Jack tienen un potencial cómico que pocos cineastas (tal vez ningún otro) hubieran podido imaginar y mucho menos extraer de un material tan traumático.
Evidentemente La casa de Jack no es una comedia, sino una película que te invita a caminar por el lado salvaje de la mente de un psicópata y a acompañarle en sus diversos «incidentes» (unidades en las que se divide el film y sinónimo de los asesinatos que en él se cometen). Al menos, en aquellos que el protagonista decide narrar a su interlocutor, un personaje al que no conoceremos físicamente hasta bien transcurrida una buena parte del metraje. En este sentido, las conversaciones entre confesor y confidente recuerdan a los pasajes de Nymphomaniac (2013) en que Charlotte Gainsbourgh y Stellan Skarsgard mantenían diálogos filosóficos en torno a la adicción al sexo de la protagonista.
Una vez más, Lars divide su largometraje en varios episodios. Cada uno de ellos refleja la evolución de un asesino en serie desde el punto de vista de la ejecución, la preparación y la posterior degustación de sus asesinatos. De alguna manera, Jack actúa como una suerte de alter ego del director, que a través de esta criatura confiesa su adicción a provocar y desafiar al espectador mediante su cine. De hecho, podríamos interpretar cada crimen narrado o insinuado como un reflejo de sus obras más representativas. Solo de esta manera se explicaría la presencia en el metraje de varias imágenes pertenecientes a su filmografía.
Como es habitual, el nórdico mira al espectador por encima del hombro y muestra su superioridad intelectual a través de las numerosas referencias artísticas que jalonan el metraje de su última obra. Podemos echárselas en cara o pasarlas por alto, pero lo cierto es que, al igual que sus reflexiones filosóficas, ayudan a oxigenar la sofocante narración y arrojan luz sobre la compleja personalidad de Jack. Del mismo modo, esa cámara al hombro nerviosa y excitada refleja el estado de ánimo de un depredador cuyo apetito voraz nunca es plenamente saciado.
Cada víctima deja insatisfechas las necesidades del protagonista, que incorpora sucesivas variantes en cada ecuación (ira, aflicción, amor, deseo, vicio…) para sazonar cada plato al gusto de cada momento vital. Nunca es suficiente para Jack, como cada uno de sus intentos de construir una nueva casa: diferentes formas y nuevos materiales, pero sus expectativas nunca son cubiertas. Por mucho que lo intente, Jack nunca culmina su transición de ingeniero ejecutor a arquitecto creador, al igual que el artesano Lars sigue intentando convertirse en ese autor que siempre ha soñado ser.
Carlos Fernández Castro