La Barrera Invisible (Gentleman’s Agreement) (1947): cómo combatir la tiranía de la uniformidad
Nota: 9
Dirección: Elia Kazan
Guión: Moss Hart
Reparto: Gregory Peck, Dorothy McGuire, Celeste Holm, John Garfield, Anne Revere, John Havoc
Fotografía: Arthur Miller
Duración: 118 Min.
La línea que separa el cine dogmático del que invita a la reflexión es realmente gruesa, pero en ocasiones ni siquiera reparamos en ella. Resulta demasiado fácil, y todavía más rentable, apelar al corazón con el único objetivo de aturdir el raciocinio del espectador, y así ganar adeptos para una causa cualquiera. Porque no se trata de la legitimidad o ilegitimidad de aquello que se defiende, sino de cómo o en base a qué argumentos se hace. En este sentido, el guión de Moss Hart elude la demagogia a través de un estratégico diseño de los personajes, y el manejo de una gran variedad de puntos de vista.
Consciente de lo mucho que hay en juego, Elia Kazan se toma su tiempo a la hora de plantear el conflicto principal de una película realmente poliédrica. Durante la primera media hora, asistimos a la presentación de una familia americana liderada por un periodista viudo que se traslada a Nueva York en busca de un reto profesional y un nuevo hogar en el que criar a su hijo. Su primer encargo consistirá en realizar un estudio sobre el antisemitismo en la sociedad americana, pero según palabras de su jefe, deberá emplear un enfoque diferente al habitual.
Parece como si el guión de «La Barrera Invisible» fuera consciente de los lugares comunes que se frecuentaban en la época a la hora de abordar el racismo, y se hubiera autoimpuesto el reto de aportar un tratamiento innovador. Huelga recordar que en el año de producción de la película (1947) las heridas de la II Guerra mundial ni siquiera habían empezado a cicatrizar. Sin embargo, la llegada de cineastas alemanes y franceses a territorio americano, huyendo de la pesadilla nazi, había sensibilizado a un pueblo insultantemente joven pero no por ello ajeno a las atrocidades de Hitler y los suyos.
Como había quedado patente en su debut (Lazos Humanos), el mítico director de «La Ley del Silencio» tenía una especial predilección por historias en las que la institución familiar acaparaba gran parte del protagonismo. No es baladí que el guión refuerce este aspecto con la presencia de la madre del protagonista, que se encarga de cuidar a su nieto. En su tercera película, Kazan construye una atmósfera de dignidad y honestidad en torno a su protagonista, con el objetivo de imprimir una mayor credibilidad a su discurso contra la intolerancia, la hipocresía y la cobardía de un sector de la población norteamericana. ¿Y qué mejor respaldo que la imagen de tres generaciones de un mismo apellido unidos por los mismos principios? Una madre que se siente orgullosa de la honorable cruzada emprendida por su hijo, y un hijo que se mira en el espejo de un padre defensor de una causa justa.
A partir del momento en el que se plantea el conflicto, el guión empieza a desplegar diferentes perspectivas y a exponer numerosos aspectos del mismo, que invitan a la reflexión improvisada del espectador. Probablemente, la táctica empleada por el protagonista (hacerse pasar por judío ante su nuevo entorno) para analizar el antisemitismo desde una posición privilegiada, esté llevada al extremo; pero desde el punto de vista conceptual, es idónea para el propósito de la película.
Así, el personaje interpretado por Gregory Peck es un Quijote neoyorquino que se involucra en su nuevo trabajo más allá del deber. En este sentido, resulta interesante que la película muestre a un héroe imperfecto, que en ocasiones no sabe medir sus actos y defiende una buena causa con demasiada vehemencia y poco sentido común. Para este menester, el guión utiliza un personaje interpretado por la magnífica Dorothy McGuire, que se erige en uno de los ejes centrales de la narración. Además de aportar el componente romántico del film, la nueva pareja del protagonista representa a un gran porcentaje de la sociedad: aquellos que en su interior denuncian el antisemitismo y no comprenden su existencia, pero que no lo condenan activamente cada vez que se encuentran en una situación que lo merece.
Kazan se muestra muy crítico con el ser humano y cuestiona las diferencias entre su comportamiento como individuo y como integrante de la sociedad. ¿Realmente estamos en contra de una discriminación si no nos atrevemos a demostrarlo en público por temor al rechazo? Como demuestra «La Barrera Invisible» y numerosas situaciones de nuestro día a día, en ocasiones la pertenencia al grupo anula el pensamiento individual, provocando contextos de marginación e injusticia. Indudablemente, se trata de un discurso ambiguo que requiere de la indispensable ayuda del sentido común para su correcto empleo e interpretación.
En el momento en que se empieza a agotar la perspectiva del periodista que se hace pasar por judío, Kazan introduce una pieza clave en este complejo engranaje, que mantiene la intensidad de la narración y da un impulso moral a la cruzada de Philip (Gregory Peck). Se trata de un amigo de toda la vida que sí es judío, y expone con total credibilidad y una mayor legitimidad moral las consecuencias de serlo en la sociedad americana de los años 40. El siempre comprometido John Garfield construye un Dave convincente y carismático, erigiéndose en uno de los personajes principales del film a pesar de su tardía aparición en escena.
Con semejante material, la labor de Kazan consiste en marcar los tiempos y manejar los picos de intensidad que ofrece el guión. Su experiencia teatral marca la diferencia en la dirección de actores, gracias a la cual el magnífico reparto brilla con intensidad en todo momento. Tratándose de un cine eminentemente social, el director sabe donde colocar los puntos de suspense dramático para mantener la atención del espectador más allá del tema central. De esta manera se compensa la naturaleza discursiva del film y lo convierte en un producto equilibrado y sumamente enriquecedor.
Carlos Fernández Castro