Juegos de Verano (Sommarlek) (1950)
Nota: 8,5
Dirección: Ingmar Bergman
Guión: Ingmar Bergman, Herbert Grevenius
Reparto: Maj-Britt Nilsson, Birger Malmsten, Alf Kjellin, Mimi Pollak, Renée Björlin
Fotografía: Gunnar Fischer
Duración: 96 Min.
“Tempus fugit”, suspiraban los poetas de la Roma clásica. El tiempo que avanza inexorable. A través de una sola escena, Ingmar Bergman compone la atmósfera y sintetiza el fondo filosófico de Juegos de verano. Una serie de imágenes bucólicas -juncos mecidos por la brisa, el rumor del río y el canto estival del cuco-, se interrumpen de golpe con el tañido de las campanas de una catedral que marca las horas bajo un capote de nubes de tormenta, mientras el frío viento arrastra las hojas de los árboles. El tiempo que se escapa entre los dedos. El pasado que nunca retorna. La pesada sombra de la finitud universal.
Desde el inhóspito y estéril presente, una bailarina de ballet viaja a las profundidades de sus recuerdos –motivo recurrente en el autor sueco, como ejemplifica su celebrada Fresas Salvajes– a causa del incendio emocional que le provoca un rescoldo del pasado, reavivado de improviso. En paralelo, el filme se establece a su vez como un periplo externo: el que conduce a la mujer a la isla donde disfrutaba de los meses cálidos en su juventud; el mismo lugar donde experimentaría la realización romántica. Por supuesto, la fugacidad de aquel amor solo deja tras de sí fantasmas difuminados por los años.
La ambientación del relato desempeña un papel fundamental en la expresión y la transferencia de las emociones de su protagonista. El escenario inicial, rígido y oscuro, azotado por el viento, con Maj-Britt Nilsson envuelta en un sobrio vestido, el cabello sujeto en un tenso moño, un rictus inquebrantable en el semblante, grueso maquillaje para cubrir su condición de llaga viva y dos azucarillos en el café para disimular la amargura, se plantea en contraposición directa con el luminoso y exuberante jardín de la infancia, la belleza inmaculada y jovial de su gesto, la ropa holgada, el pelo alborotado y su actitud desenfadada y burlona.
Bergman, excelente redactor y superdotado ilustrador, emplea una estética y un tono cercano al cuento tradicional para plasmar estos recuerdos del paraíso perdido, de la inocencia rota. Nos encontramos así ante un Edén poblado de árboles en flor, abundantes frutas silvestres y maravillosas aves tropicales en el que los dos amantes dan rienda suelta a su cálido romance al que se aproximan desde un plano diametralmente opuesto: sentido desde las entrañas él, como un cosquilleo en la epidermis ella –postura similar a la de Un verano con Mónica, película que situaría definitivamente a Bergman en el panorama cinematográfico internacional y con la que se podría componer un curioso díptico sobre el amor veraniego-. Un encuentro amoroso que crece como un delicado y simpático juego hasta arraigarse en el alma de ambos.
Sin embargo, el carácter retrospectivo de la narración, invocada desde un presente conocido y desapacible, reviste a estas escenas idílicas e idealizadas de una agria pátina de fragilidad y melancolía. La nostalgia aparece también reflejada en esa familia disfuncional –la decadencia de una institución social secular, de nuevo citada en Un verano con Mónica-, conformada por unos personajes que transitan como cuerpos extraños dentro de este paraíso –una tía que añora sus propios días de vino y rosas, un hombre adulto que persigue el rostro de su antigua amada en las facciones de la muchacha-; seres espectrales que ahogan su desaliento y frustración en una mezcla de alcohol, autocompasión y quimeras agonizantes.
A pesar del contagioso optimismo de los amantes, su tierna complicidad y su exultante vitalidad, no todo es alegría y optimismo en este vergel, el cual concatena al mismo tiempo elementos existencialistas característicos de Bergman como la amenaza de la muerte, alegorizada en la siniestra figura de una anciana que, si se presta atención, ofrece un par de apariciones muy significativas. “Memento mori”.
En efecto, la fábula romántica se envenena sutil y progresivamente mediante maldiciones y juramentos velados. Quizás la literalidad simbólica con la que se pone fin al verano sea un recurso demasiado brusco y sencillo para dar cuerpo a un sentimiento que bien podría haberse plasmado de forma un tanto más elegante. No obstante, bien sirve para desvelar el teatro cruel en el que el ser humano actúa como una simple marioneta, burdamente parapetado tras un muro de defensa y aislamiento; para revelar el absurdo y la inmisericordia de un universo (probablemente) huérfano de Dios –otra de las inquietudes primordiales de Bergman, en especial durante la primera fase de su filmografía-.
La culpa, las insondables heridas que produce vivir. Temas que componen varios de los pasajes más introspectivos de la obra del cineasta escandinavo. No obstante, Juegos de verano resquebraja y revienta el concepto tópico que por lo general padece Bergman. La película lega un evidente resquicio para la esperanza: revisitar el pasado puede ejercer de terapia sanadora, de proyección necesaria para observar la existencia desde la distancia y la perspectiva correcta. Para suturar las cicatrices abiertas. Si el tiempo pasa, nosotros seguiremos bailando. Tempus fugit, carpe diem.
Víctor Rivero