Indiana Jones y el templo maldito (Indiana Jones and the Temple of the Doom, 1984)
Nota: 8,5
Dirección: Steven Spielberg
Guión: Gloria Katz, William Huyck
Reparto: Harrison Ford, Kate Capshaw, Jonathan Ke Quan, Amrish Puri, Roshan Seth, Roy Chiao, Philip Stone, Raj Singh
Fotografía: Douglas Slocombe
Duración: 118 Min.
Aún perteneciendo a una de las trilogías más celebradas de la historia del cine, El templo maldito siempre ha cargado con el estigma de ser la aventura menos celebrada del universo Indiana Jones. Semejante agravio suele ser fruto de la comparación con las sensacionales entregas que la flanquean en el orden cronológico de la saga (olvidemos la existencia de La calavera de cristal): En busca del arca perdida y La última cruzada. No seré yo quien afirme lo contrario, pero sí me atrevería a romper una lanza en favor de un patito feo que sería el cisne de cualquier otra franquicia.
Desde su trepidante secuencia inicial, Spielberg expone las claves para interpretar una propuesta que oscila, sin solución de continuidad, entre la comedia más enloquecida y el cine de aventuras. Al igual que en la anterior entrega, el cineasta americano no se toma demasiado en serio el universo de Indiana Jones: el humor hace acto de presencia en los momentos más inesperados y las hazañas de nuestro héroe son tan manifiestamente irreales que rozan el absurdo. En algunos pasajes, la sucesión constante de situaciones límite provoca una dinámica que invita al «más difícil todavía», desafío que sus guionistas resuelven con grandes dosis de imaginación.
Pero aún siendo deslumbrantes, no son las secuencias de acción las que brillan con mayor intensidad en esta secuela. A pesar de haber demostrado su talento para la dirección de comedia en anteriores trabajos, sorprende la habilidad de Spielberg a la hora de enfrentarse al género, ya sea en su vertiente física, con guiños incluidos a su predecesora, o en su versión mas romántica. Con permiso del portentoso arranque del film, es precisamente la guerra de sexos la que protagoniza los momentos más inspirados de esta trepidante contrarreloj. Durante la estancia en el palacio que esconde en sus entrañas el templo maldito, la pareja principal protagoniza una divertidísima escena de alcoba en la que se pueden apreciar los ecos del cine de George Cukor (en sus batallas dialécticas), Howard Hawks (en el ritmo narrativo) y Ernst Lubitsch, cuyo famoso «toque» está presente a lo largo de todo el metraje.
En este sentido, Kate Capshaw asume una gran parte de la responsabilidad del contenido cómico del film y demuestra un talento innato para tal menester. Su química con Harrison Ford, una vez más insuperable en su papel de arqueólogo aventurero y socarrón, es fruto del sensacional trabajo de un equipo de casting que también acierta en la elección de unos secundarios tremendamente carismáticos, entre los que destaca Jonathan Ke Quan (Tapón).
En consonancia con el tono del film, Spielberg recurre al empleo de un montaje dinámico y sumamente tramposo que permite llevar al límite su gestión del suspense en las secuencias de acción. En Indiana Jones y el templo maldito el espacio y el tiempo se rigen por leyes distintas a las del mundo real y son los principales responsables de la tensión narrativa: las trampas mortales se apiadan de sus víctimas o las devoran sin previo aviso, las distancias aumentan y disminuyen en base a la proximidad del clímax secuencial, los segundos se estiran para exprimir la posibilidades dramáticas de cada situación… Habiendo acordado con el espectador la supresión de la lógica en el desarrollo de los acontecimientos, el resultado es un conjunto sumamente cohesionado y dotado de una gran coherencia.
Sin embargo, Indiana Jones y el templo maldito es algo más que un sofisticado divertimento. Bajo su relativa ligereza yacen reflexiones sobre el fanatismo religioso y la explotación infantil en el tercer mundo que, sin erigirse en el objetivo principal del film, consiguen estimular el intelecto del espectador. Por todas estas razones convendría reivindicar una obra que, treinta años después de su estreno, mantiene su vigencia y sigue siendo un ejemplo de ese cine que mira desacomplejadamente la taquilla sin perder su vocación de obra de arte.
Carlos Fernández Castro