Había un padre (Chichi ariki) (1942)
Nota: 8,5
Dirección: Yasuhiro Ozu
Guión:Yasujiro Ozu, Tadao Ikeda, Takao Yanai
Reparto: Chistu Ryu, Shuji Sano, Shin Saburi, Takeshi Sakamoto, Mitsuko Mito, Masayoshi Otsuka
Fotografía: Yuuharu Atsuta
Duración: 94 Min.
El reconfortante encanto y el sosiego espiritual que gobiernan las historias familiares de Yasujirô Ozu es difícil de explicar. Se filtra entre la batiente del mar eterno, por la sagrada paz de la naturaleza milenaria, desde la estoica serenidad con la que sus personajes acogen el inexorable tempus fugit, del que toman conciencia a partir de la observación de sus seres amados y más cercanos: la familia. Las películas de Ozu son un jardín zen, cuyas formas sencillas y hermosas constituyen una parte esencial de su significado. La delicadeza de su argumento convierte en livianos temas de profunda incidencia filosófica y trascendental. La vida y la muerte, el amor en todas sus variantes, la huella de nuestro transitar por el mundo.
Quizás sea justo señalar que la sensatez, la bondad y la mutua comprensión que reina –o termina reinando- en las familias de Ozu contienen un buen grado de optimista candidez, fácilmente cuestionable desde estos escépticos tiempos de relativismo posmoderno. Pero no menos cierto es que esta aparente ingenuidad es capaz de elevar unos cuantos grados la calidez con la que se acoge la obra, electrizada por un maremágnum de sentimientos soterrados aunque perceptibles, inspiradores y honradamente conmovedores.
La sensibilidad de Ozu para capturarlos en fotogramas con una extremada armonía, naturalidad y sentido de lo íntimo es desde luego un pilar maestro del prodigo cotidiano que alumbran sus películas. Había un padre es una de las primeras demostraciones de su sabiduría para reflejar con apasionante ternura y rotunda veracidad el paso del tiempo y su efecto sobre las relaciones familiares, lo que será la pauta común de su filmografía en especial a partir de Primavera tardía, episodio inaugural de la conocida como Trilogía de Noriko y punto de inflexión en su maduración como creador.
El esquema de Había un padre, a decir verdad, no dista demasiado del que ofrecen propuestas recientes y celebradas por sus cualidades innovadoras como Boyhood (Momentos de una vida), una de las penúltimas sensaciones del séptimo arte. En el filme, Ozu recopila los fragmentos que ligan los caminos existenciales de un padre viudo, traumatizado por un accidente en el desempeño de su labor como maestro de instituto (Chisû Ryû, mano derecha en el escenario del director), y de su único hijo, a quien unen lazos tan estrechos que le obligan a distanciarse con el fin de proveerle un futuro acorde a dicho amor paternal y al futuro que, cree, merece gozar. Por medio de audaces elipsis –en los espacios cortos, como la muerte de un muchacho, resultan magistrales; algo más bruscas en cambio, si bien expresivas, en las grandes distancias-, el cineasta japonés surca los años y las décadas rastreando los encuentros y desencuentros de ambos; los anhelos y las costumbres que perduran entre ellos –un mote inocente, un vacío descomunal-; los deseos y preocupaciones que nacen conforme evoluciona su personalidad a causa de la inexorable percusión que ejerce ese río torrencial que es el tiempo de una vida –la nostalgia, los hábitos que sustentan sus días, la transición en la hegemonía simbólica de la familia-. Cambios interiores e imperceptibles que se desnudan exteriormente por gestos aún más pequeños pero enormemente significativos –la cadencia pareja o desacompasada de dos cañas de pescar o la entrega de unos pocos yenes, por ejemplo, trazados también de forma especular andando el metraje-.
Así, mientras no les ocurre nada, a los personajes les sucede todo. Melodrama implosivo, la autenticidad de Había un padre proviene de su minimalismo contemplativo, de acorde estilización estética y amoldado a los ritmos que dominan la existencia –y que, por tanto, acostumbran a ser adulterados o hipertrofiados por el cine en su calidad de intérprete o sublimador de la misma-. Con la discreta modestia de quien entiende la grandeza inaprensible de la vida, Ozu describe sacrificios colosales, acaso motivados por un estricto sentido de la responsabilidad que choca con la escala de valores propia de la cultura occidental contemporánea -y el cual, en efecto, el autor tampoco duda en poner entre interrogantes, con mayor razón cuando la producción está rodeada por el fétido aliento de la guerra y la falaz llamada al deber para con la patria amenazada-. Sacrificios terribles, pues -y en este caso honestos-, sobre los que no obstante se asientan afectos todavía más elevados e inmortales. Las recompensas, al fin, evaluadas desde un alto en el trayecto –el orgullo realizador ante la reunión de exalumnos; la semana que condensa en sí misma el jugo de toda una vida-.
Una joya a la que su humildad hace aún más brillante.
Víctor Rivero