Gaza mon amour (2020)
El espectador nunca es inocente ni entra virgen en la sala de cine. Por el contrario, llega con su historia personal y hasta con jirones de la Historia del mundo. Cuando se dispone a ver Gaza mon amour tiene muy frescas las imágenes de los bombardeos de la franja mediterránea gobernada por Hamás, pues ha transcurrido menos de un mes desde que Israel arrojó 500 toneladas de bombas que causaron dos centenares de muertos y destruyó el edificio de la prensa internacional, con el evidente objetivo de ocultar el genocidio.
Inevitablemente, esta producción palestina —de las escasísimas que nos llegan de una cinematografía escuálida— no puede obviar la pobreza, la urgencia por emigrar de los jóvenes, la desesperanza de los mayores, la suicida épica de las milicias de Hamás, el encierro y acoso a que están sometidos los gazatíes y, en fin, las lamentables circunstancias sociales y políticas que viven los palestinos en ese territorio tan excepcional.
Los hermanos Mohammed y Ahmad Nasser han filmado una pequeña historia con voluntad de transmitir esperanza en ese contexto. Escriben y dirigen esta su segunda película a partir de una anécdota: el hallazgo por parte de un pescador palestino de una estatua griega en sus redes de pesca. A partir de ahí imaginan una historia de amor y de esperanza para ese pescador, cuyo hallazgo le depara más problemas que satisfacciones, a pesar de la premonición de la escultura.
Se trata de una pieza pequeña, casi de cámara, que debido a su encanto y a su condición de producción rodada en Gaza ha circulado por festivales relevantes (Venecia, Chicago, Toronto, Estocolmo, Zagreb) y ha conseguido la Espiga de Plata y el premio al Mejor Guion en la última edición de la Seminci vallisoletana. Muy merecida atención que compensa este cine casi de guerrilla, rodado, además, con la grandeza de superar todo partidismo y creer en la felicidad de los seres humanos.
El pescador Issa, ya entrado en los sesenta, sobrevive echando el aparejo sin sobrepasar las aguas perimetradas por Israel y vendiendo sus capturas en el mercado. Todas las tardes hace tertulia con un amigo más joven que desea emigrar a Europa para lograr mejores condiciones de vida. Su hermana se empeña en casarlo y le lleva candidatas, pero Issa se ha fijado en Siham, una viuda de su edad que regenta una tienda de ropa. Quiere hacerle una proposición de matrimonio, pero la vida se complica cuando alza con el pescado una estatua de bronce que representa un Príapo o un Apolo con manifiesto vigor sexual.
Más que una historia de amor en circunstancias adversas —que, desde Romeo y Julieta, es una de las formas más reiteradas del romance teatral, novelístico y audiovisual— lo que se plantea en Gaza mon amour es recobrar la esperanza, tanto personal como social. En medio de la pobreza de las viviendas a medio amueblar y pintar, en esa economía de subsistencia donde ya no se puede ni fiar en las tiendas, en esa bomba que cae sin mayor explicación al fondo del plano o ese misil aplaudido por la ignorancia, en las amistades quebradas por la emigración / exilio, la vida familiar deteriorada por la falta de horizonte para los jóvenes (Siham y su hija)… dos personas maduras, con gran parte de la vida vivida, pueden aspirar a una nueva etapa, aunque sea en el camarote de un pesquero con riesgo de ser interceptado por una patrullera.
La anécdota de la escultura no termina por engarzarse bien en el devenir de la relación entre Issa y Siham; cierto que el cuerpo de pene erecto preludia el placer sexual y que todo el enredo con la policía nos proporciona una elocuente caricatura de la penuria administrativa en que vive Gaza. Pero no importa demasiado cuando esa historia tiene gracia y afianza el tono de comedia que la película no abandona nunca.
Es una película modesta, aunque con temas grandes y también la muy gran intérprete palestina Hiam Abbas, que ha alcanzado notable proyección internacional y tiene en su haber espléndidos trabajos en “The Visitor”, “Los limoneros” o “Alma mater”. Cine tan gratificante como comprometido en su modestia.
José Luis Sánchez Noriega