Encrucijada de odios (Crossfire) (1947)
Nota: 7,5
Dirección: Edward Dmytryk
Guión: John Paxton (Novela: Richard Brooks)
Reparto: Robert Mitchum, Robert Ryan, Robert Young, Gloria Grahame, Sam Levane, Paul Kelly
Fotografía: J. Roy Hunt
Duración: 85 Min.
Las guerras no concluyen con la firma de la paz entre los contendientes. Sus demonios no entienden de armisticios. En ocasiones, las heridas del combate no sanarán hasta pasados muchos años; en otras, la mutilación física o psicológica permanece de por vida. En el peor de los casos, del horror regresan cadáveres que caminan; espantapájaros con carcasa de metralla y nitroglicerina en las venas. La sociedad de posguerra, como ente multicéfalo conformado por la unidad de sus distintas piezas, también exhibe severas lesiones y cicatrices en su tejido. En el cine, de la Primera Guerra Mundial había retornado el protagonista de Remordimiento, aterrado por la inmunidad de sus homicidios en el frente. El aviso fue en vano. De la Segunda Guerra Mundial, uno de los escasísimos conflictos que podrían considerarse justos, volverá sin embargo otro pelotón de hombres maltrechos, como, en Los mejores años de nuestra vida, el soldado John Parrish que entregó sus manos a la marina y solo espera recibir el debido reconocimiento, o el sargento de infantería Al Stephenson que se enfrentará a un sistema del que era parte integrante y en el cual no detecta ya los valores por los que ha luchado -o bien es que se le ha caído la venda de los ojos-. También el Laurence Gerard de Venganza (Cornered) y el Johnny Farrell de Gilda, que se reencontrarán con una conspiración hitleriana en supuesta tierra amiga. Y el ‘Rip’ Murdoch de Callejón sin salida, que persigue incansable en los sucios callejones de su propio hogar, irrespetuoso con los héroes, al desconocido que ha dado muerte a su compañero de combate. El Johnny equívocamente acusado de asesinato en La dalia azul. El cazador de nazis que no descansa en paz en El extraño.
Individuos destrozados en cuerpo y alma; personas desencantadas por la disolución de los ideales que habían protegido con su vida; soldados que descubren una nueva línea de batalla en casa; quintacolumnistas infiltrados por un enemigo que sobrevive y acecha entre las tinieblas. Una comunidad que se resquebraja, exigida por el esfuerzo bélico. Se trata, pues, de modelos que establecen las pautas para futuros filmes de posguerra como Traidor a su patria y El mensajero del miedo en los paranoicos tiempos que siguieron a la Guerra de Corea; El expreso de Corea, Taxi Driver, Domingo negro o Acorralado (Rambo) tras Vietnam. Los mismos tipos dudosos que ahora aterrizan de nuevo en la madre patria después de los tours en Afganistán e Iraq, como ocurre en las británicas Kill List y Redención, o en la norteamericana Triple 9 y la serie Homeland.
Encrucijada de odios se abre con una batalla entre sombras, en la calidez de un salón, entre tres implicados anónimos y con un cadáver como saldo. Una escaramuza de apariencia nimia pero de significado trascendental. La intriga, y con ella el discurso de la obra, se desarrolla a partir de la investigación policial de Finlay, un hombre a quien ya no interesa nada, escarmentado por la convivencia continua con la miseria humana. Ni siquiera hay que enrolarse en el Ejército para constatar esta agria certeza, expone el rostro impasible de Robert Young, que se cruza con el de tipos igualmente de vuelta de todo como el soldado Keeley, encarnado por Robert Mitchum. Una desengañada distancia moral que les permitirá ser los personajes que controlen la situación frente a otros polos de la trama, como el torturado Mitchell (George Cooper) o el impulsivo Montgomery (Robert Ryan).
En síntesis, Encrucijada de odios emplea el asesinato como herramienta extrema con la que descubrir –y acaso extirpar después- los tumores que anida el cuerpo descompuesto de una comunidad aparentemente sana; una premisa que, por ejemplo, empleará de forma recurrente y con similares intenciones el comprometido cineasta inglés Basil Dearden en Víctima, a propósito de la persecución contra los homosexuales, y Crimen al atardecer, acerca del racismo que supuraba en la década de los sesenta la Gran Bretaña corriente y anodina, la del suelo enmoquetado, las paredes empapeladas y el té con galletas. El presente filme también versa sobre esta cuestión racial, insoportablemente dolorosa si se tiene en cuenta el cariz de la guerra recién librada: el muerto es judío –aunque, curiosamente, el tema abordado en la novela original era el de la homofobia-. Edward Dmytryk -que durante la Segunda Guerra Mundial se había implicado en el cine de propaganda hollywoodiense con Los hijos de Hitler y después había entregado la precisamente citada Venganza– traslada a imágenes, con la ayuda del guionista John Paxton –con quien había colaborado en Venganza y en otra de sus reconocidas cintas de cine negro, Historia de un detective– un relato firmado por Richard Brooks, quien había servido en el cuerpo de marines. Brooks aún no había debutado como director y guionista en el séptimo arte, pero en este argumento dejaba firmemente establecido el espíritu concienciado y progresista que dominará sus creaciones, algunas arraigadas en este tortuoso territorio marcial, caso de Hombres de infantería, y otras que transitan por episodios bélicos sin dejar de ondear su bandera románticamente humanista, caso de Campo de batalla y Los profesionales.
Con una América corrompida como telón de fondo –alcohol, prostitución, rencor enquistado, violento autodesprecio,…-, esta intencionalidad discursiva del argumento llega a jugarle malas pasadas a un guion que, por otro lado, contiene sentencias de hondo calado y sabe edificar con habilidad el suspense criminal, dramático y ético mediante una estructura que recuerda a la que Rashomon otorgará patente apenas tres años más tarde, tal es el peso de los flashbacks y los puntos de vista contrapuestos para reconstruir los hechos investigados por el inspector -y por los espectadores-. Uno de estos deslices verbalizadores puede considerarse incluso ofensivo por una mente sensible: con tono paternalista, Finlay explicará la problemática del odio, ligada indisociablemente a una historia estadounidense que dista de ser la utopía cantada por sus bardos oficiales, a un pobre hombre al que el resto de personajes consideran estúpido -no sin razón-, encargado por tanto de asumir en pantalla, delegadamente, las funciones receptoras del público.
En el aspecto formal, Dmytryk rechaza integrarse en la corriente del noir realista, de talante social y estéticamente crudo que, a continuación de la guerra, habían popularizado realizadores como Jules Dassin. Su formulación es clásica, con un juego expresivo con la oscuridad que, de hecho, le sirve para sembrar sospechas, crear incertidumbres y diseminar simbólicas cruces sobre el escenario. Esta calidad visual, junto con su acerado pulso narrativo, le hará acreditador de una nominación al Óscar. Le acompañarán otras cuatro candidaturas, entre ellas las de mejor libreto y mejores intérpretes secundarios para el sobreactuado Robert Ryan y la atinada Gloria Graham. También la de mejor película, a priori impropia para una producción categorizada como de serie B. No vencería ninguna de ellas. Se insinúa que el motivo fue la negativa de Dmytryk y del productor Adrian Scott a declarar ante el Comité de Actividades Antiamericanas, que perseguía encarnizadamente las relaciones, reales o infundadas, entre Hollywood y el comunismo, levantando así los primeros muros del mundo polarizado de la Guerra Fría. Encrucijada de odios acertaba pues de pleno al iluminar con su foco el mal que, agazapado, se alimentaba de la neurosis de posguerra. A diferencia de Venganza y Gilda en este periodo, o de Traidor a la patria, El mensajero del miedo y las mil alegorías terroríficas de los años cincuenta –La invasión de los ladrones de cuerpos, La humanidad en peligro, Marte, el planeta rojo,…-, ni siquiera era necesario resucitar al enemigo presuntamente derrotado o transmutarlo en aberrantes alegorías. A pesar del silencio de los cañones, el monstruo vive todavía, sí, pero se encuentra dentro de nosotros.
Víctor Rivero