El horizonte (Le milieu de l’horizon, 2019)
Merece la pena bastante esta combinación de relato de transición a la edad adulta, análisis social del medio rural, drama de tensiones familiares y esbozo de las siempre complejas pulsiones afectivo-sexuales. La directora suiza Delphine Lehericey (Nechâtel, 1975) muestra una notable destreza en esa composición y consigue en unos escuetos —y agradecidos para la audiencia— noventa minutos que sintonicemos con personajes, tratamientos, conflictos y contexto social, a pesar de que todo pueda parecer visto y sabido. Lehericey tiene una carrera corta, con algunos documentales y un solo largo de ficción antes de abordar esta producción belga-suiza hablada en francés.
El centro del relato y de la perspectiva narrativa es el adolescente Gus que tiene por delante un verano de ayudar a su padre y a su primo en la granja familiar, canalizar su despertar sexual, descubrir secretos de su madre Nicole, con la que está muy unido, explorar la relación con una niña de su edad, convivir con su hermana estudiante de violín o su abuelo preocupado por su caballo y, por supuesto, como corresponde a todo adolescente, rebelarse contra el mundo. El calor y la sequía han arruinado el maíz y el engorde de los pollos; la explotación familiar pasa por malos momentos y Nicole tiene que ponerse a trabajar en Correos.
El horizonte del título es una línea plana al fondo de las tierras abrasadas por el sol en un medio rural bastante hostil; sólo al final de la historia esa línea se convierte en reto que hay que traspasar para dar un salto adelante y abandonar las heridas provocadas por ese espacio humano donde Gus ha sufrido en su evolución a la adultez. Como si se tratara de una tragedia sureña de teatro norteamericano, en El horizonte el calor sofocante mata a los pollos, agosta las cosechas, deja moribundo al caballo y trastorna a los humanos en un ejercicio de catarsis siempre dolorosa. Gus crece en ese medio, no entre algodones. Por ello, solo conseguirá superar la situación gracias al agua purificadora, primero la azulada y estimulante del estanque de la cantera de mármol y más tarde la de la tormenta cuya furia vuelve a poner en peligro la vida.
Aunque, a mi juicio, hubiera necesitado un poco más de contención esa secuencia de la tormenta, la directora maneja bien un relato preñado de símbolos y referencias en el que, como en el mejor cine clásico, nada sucede por azar y el espectador puede construir lo que se le ofrece a partir de lo ya sabido. Se pone en pie un universo consistente y reconocible que, al final, habla de la supervivencia y la búsqueda de la felicidad en medio de las contradicciones: un acierto no menor es evitar maniqueísmos, sobre todo en el diseño de Nicole, una mujer que vive su propio drama interior, aunque provoque daño a sus seres más queridos. La ambientación en los años setenta incrementa la dureza del espacio humano y las condiciones de supervivencia, pues a los problemas económicos hay que añadir la censura social del lesbianismo.
Sin asomo de autocomplacencia ni esteticismos, Lehericey cuida los diálogos muy precisos y la dirección de actores, con una Letitia Casta desafiando su imagen pública y muy creíble como mujer de campo. Frente a tantos estrenos sobrepasados de metraje o infradotados de dramaturgia, El horizonte sobresale por un cuidado equilibrio entre lo (mucho) que dice y cómo lo dice.
José Luis Sánchez Noriega