El Gran Gatsby (The Great Gatsby) (2013)
Nota: 5
Dirección: Baz Luhrman
Guión: Craig Pearce, Baz Luhrman (Novela: F. Scott Fitzgerald)
Reparto: Leonardo di Caprio, Carey Mulligan, Tobey Maguire, Joel Edgerton, Isla Fisher
Fotografía: Simon Duggan
Duración: 143 Min.
No lo voy a negar; puede que esta crítica carezca de sentido en sí misma desde el principio. Y no precisamente por el hecho de que compartir un análisis personal de una película que acabas de ver resulte poco útil en una época en la que todos lo hacen, con mayor o menor criterio (este es un aspecto al que sería necesario volver en otra ocasión). El problema es de fondo, y está íntimamente relacionado con esa ambivalente relación intemporal entre cine y literatura, dos formatos culturales a priori antagónicos que, sin embargo, parecen estar condenados a vivir en un insalubre matrimonio de conveniencia hasta que productores y (re)creadores decidan trabajar al servicio de una idea verdaderamente original o, al menos, que no alimente de forma tan impúdica ese deja vù en bucle al que está sometido el espectador contemporáneo.
Los debates en torno a las incontables y evidentes razones por las que el original literario supera casi siempre a su adaptación cinematográfica han manchado multitud de páginas y encendido a detractores y defensores de una causa a la que nunca fueron llamados. No obstante, lo que es menos habitual es el caso contrario: películas que llegan a rebasar las expectativas y cobrar una gloria superior a la novela (El Padrino es un caso paradigmático de ello). Desafortudamente, y de ahí la inconsistencia inherente a esta crítica, el caso que nos ocupa no se alinea en ninguno de los dos casos y nos introduce en una tercera vía en la que la película se empantana en la misma mediocridad que lastra su referente literario.
A riesgo de ser tachado de poco menos que analfabeto funcional por mi escaso o nulo criterio literario, El gran Gatsby siempre me pareció un relato banal carente de un mínimo atisbo del romanticismo desaforado que se le presupone, además de algo medianamente profundo que justifique la fama que ha ido acrecentándose paulatinamente desde que Scott Fitzgerald lo publicase en los años 20 del pasado siglo. En pocas líneas (y perdonen la subjetividad de las mismas), la novela narra desde la óptica de un voyeur ensimismado las idas y venidas de un nuevo rico surgido al calor de la mafia (un norteamericano lo describiría como un hombre hecho a sí mismo) y aquejado de un narcicismo patológico de manual fruto de la inseguridad crónica que se deriva de sus orígenes humildes. Una vez alcanzado la fama y más dinero del que puede gastar, decide conquistar una nueva plaza, en esta ocasión el amor de una niña bien a la que engañó hace cinco años con un lustroso uniforme y no pocas mentiras que podrá resarcir ahora con el brillo del oropel y el whisky, como si este supliera la distancia de dos mundos a la postre irreconciliables.
Partiendo de esta premisa, poco se podía esperar de una película que además se une a otras dos adaptaciones previas, la última (especialmente aborrecible) con Robert Reford en la piel de Gatsby, que poco aportaron a la historia del cine. A pesar de ello, en un ejercicio de fe inconcebible hacia Baz Luhrmann, un director entregado a un manierismo visual que contra todo pronóstico logró engatusarme con ese suntuoso musical de ritmos y colores acelerados titulado Moulin Rouge, decidí confiar en lo que esta nueva versión podía mejorar al insulso original literario.
Y, aunque no lo consigue de forma notoria, no puede negarse que lo intenta. La primera parte de la película es un catálogo de escenas sometidas al estilo barroco de Luhrmann que intentan dotar de espectacularidad, cohesión y fluidez a un trama que se desarrolla en escenas casi teatrales con una clara separación de espacios y personajes. La tarea no era fácil, y para ello el director australiano recurre a una potente banda sonora donde mezcla el jazz con el rap y a decorados desmesurados para ambientar las fiestas de Gatsby, donde por cierto sólo falta David Ghetta animando al nutrido grupo de incondicionales. Además, tiene el as en la manga de Leonardo DiCaprio, actor en estado de gracia desde que Scorcese lo rescatara de su ostracismo playero, al que presenta con todos los honores en una escena tan empalagosa como eficaz.
A pesar de algunos planos innecesarios y ciertas incongruencias, la película se mantiene a flote hasta que la aproximación inicial a los personajes y a su propia historia deja paso al desarrollo de los mismos una vez se produce el reencuentro entre Gatsby y Daisy. Es entonces cuando el ritmo cae estrepitosamente y la película se torna convencional y, por ende, tan aburrida como la novela. Luhrmann es incapaz de enmendar (incluso lo agrava) el estatismo del episodio del hotel, donde los dos protagonistas se enfrentan por Daisy (ella permanece allí como lo que es, un bonito florero) en una acalorada y surrealista discusión que supone el punto de inflexión de una trama que concluye con un giro sin pulso ni gracia, un recurso mediocre y vulgar que elude el auténtico dilema al que se vería abocado el trío amoroso.
Las líricas palabras finales y el recurso de la luz verde del embarcadero (destacada aún más en la película) son insuficientes para resarcirnos de una historia que adolece de la profundidad esperada. La película, si bien lucha por presentar de una forma más atractiva el relato, se ve lastrada por el fondo, al que permanece fiel de forma exhaustiva, trasladando diálogos completos. El elenco actoral es correcto aunque no brillante, mientras que las características técnicas destacan de una forma especial al ser lo únicamente verdaderamente novedoso de una historia que ya todos conocíamos.
Jesús Benabat