Dies Irae (1943)
Pocas sensaciones me gustan más que reencontrarme con una película antigua y tener la sensación de que el lenguaje cinematográfico, con más de ciento veinte años de historia a sus espaldas, puede seguir resultando fresco y sorprendente. Esto que suele suceder en los planos de Dreyer en general y en los de Dies Irae en particular, no habla demasiado bien de gran parte de los cineastas actuales. Y no es que el danés invente la rueda, pero sí le da un toque muy personal y exprime sus posibilidades al máximo.
De repente, una narración en paralelo, un travelling lateral, o el fuera de campo, tanto sonoro como visual (atención a la clase magistral que se imparte en la secuencia inicial), se convierten en algo excitante y no son percibidos como un recurso más entre todos los que se utilizan en el cine actual. Como muestra, un botón: el pastor protestante siente el peso de la culpa mientras su hijo y su flamante y joven esposa coquetean y se aman en la exhuberante naturaleza del exterior. Un contraste tan sencillo como el del gris del hogar familiar frente al esplendor del bosque, es capaz de hacernos sentir esa distancia abismal entre la angustia y la felicidad.
Y todo ello en el marco de una narración rabiosamente feminista en la que la supuesta bruja representa el sometimiento ancestral de la mujer al heteropatriarcado. Con la convicción que filmaba todas sus obras, Dreyer no da puntada sin hilo y retrata dos personajes masculinos, uno mayor y otro más joven, y uno femenino, la madre del pastor, como estandartes generacionales del andamiaje en el que se apoyaba y apoya el machismo endémico de nuestra civilización. A su manera, cada uno de ellos perpetúa la sumisión de la mujer en una sociedad temerosa del nuevo orden que podría surgir de garantizarse la igualdad de derechos entre hombres y mujeres.
Como principales herramientas de represión, la acusación de brujería, la ignorancia y el miedo. Y entre tanta oscuridad, la película ilumina a una muchacha que ha sido entregada a un hombre mayor contra su propia voluntad y que, al conocer el amor fuera del matrimonio, se entrega en cuerpo y alma al único sentimiento puro que ha conocido hasta ese momento, aunque ello suponga la traición a su marido.
Sin embargo, el danés no cae en sentimentalismos y remata su denuncia con un desenlace que recuerda (y no solo en estos momentos, sino también en el juicio inicial del filme) al de su Juana de Arco: mientras los hombres juegan a la (in)justicia, las mujeres mueren por sus ideales. Toda una declaración de intenciones de un cineasta muy adelantado a su época, que sería mal recibida y mal comprendida en 1943.
Carlos Fernández Castro