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Brighton Rock (1947)

Nota: 8,5

Director: John Boulting

Guión: Terence Rattigan (Novela: Graham Greene)

Reparto: Richard Attenborough, Carol Marsh, Hermione Baddeley, William Hartnell, Wylie Watson, Nigel Stock, Harcourt Williams

Fotografía: Harry Waxman

Duración: 92 Min.

Los héroes no sobreviven a la guerra. El término de la Segunda Guerra Mundial marcaría en el cine británico el comienzo de su aproximación a los submundos sórdidos y angustiosos del noir. Los audaces y caballerescos protagonistas de antaño, galanes de moral inmaculada e idealismo innegociable, quedaban sepultados por una avalancha de mugre, miseria, violencia y decepción.

En paralelo a la industria Hollywoodiense, Reino Unido cultivaría su propio noir, herencia como aquel de la acogida de los artistas centroeuropeos desplazados por la conflagración -hombres de cine criados en sombrías formas del expresionismo- y, a su vez, de la tradición realista y concienciada patrimonio de las islas. Las dificultades sufridas a pie de calle se hibridaban con los fotogramas para crear un género característico, el ‘spiv film’, que describía la dura supervivencia urbana de un país asolado material y moralmente por los bombardeos, zaherido por la marginalidad, la pobreza, la carestía de recursos y viviendas y la criminalidad, cuyo arco de acción transcurre desde el contrabando de estraperlo y la pequeña delincuencia hasta los grupos de gángsters organizados. Una delincuencia de bajos fondos que es entendida al mismo tiempo como desesperada válvula de escape –aquí habría que añadir el clasismo definitorio de las estructuras sociales británicas- y como abominable lacra social.

Todavía con trazas de cierta picaresca amable, siempre con la debida atención al retrato de ambiente y prototipos sociales, Waterloo Road configura una de las primeras cintas destacables del ‘spiv’, si bien el género se iría tornando progresivamente más turbulento y agresivo a través de cintas como Me hicieron un fugitivo para, más tarde, amansarse durante la década de los cincuenta, a la par de la recuperación económica nacional. No obstante, su profunda huella es aún manifiesta en la esencia del cine criminal ‘Made in British’, como por ejemplo, salvando las distancias, en los ‘low-class gangsters’ de Guy Ritchie, en la reciente y valorada serie de la BBC Peaky Blinders o, de manera evidente, en el remake de Brighton Rock, película que nos ocupa.

Brighton Rock marcaría una de las cumbres del ‘spiv film’ y, por ende, de la obra cinematográfica británica. Los mismos títulos describen el interior atormentado del protagonista, con el rostro escindido por la sombra y amenazado por el restallido de la tormenta. El filme, que pretende contextualizarse en el periodo de entreguerras con el fin de burlar cierta censura moral a pesar de que su coyuntura no disiente en absoluto del presente inmediato, sigue los pasos de un psicótico delincuente, Pinkie (Richard Attenborough, en una interpretación rebosante de matices), que a sus apenas diecisiete años lidia con el liderazgo de su escueta banda.

Por medio de una nervuda introducción, John Boulting perfila a la perfección la atmósfera del relato. Los sensacionalistas titulares del periódico y el reguero de cadáveres anunciado dibuja un escenario que en el que la guerra parece haberse perpetuado en la paz. El acoso y asesinato de un traidor a lo largo de una secuencia que hace de su dilatado metraje un factor más de tensión, revela la omnipresencia, la impunidad y la omnipotencia del reinado del hampa.

Con los personajes de la autoridad pública reducidos a meras comparsas, impotentes o indiferentes ante el caos, se abre ante el espectador un microcosmos de furia desatada y peligros incesantes. Esa omnipotencia e impunidad actúa en contra de los propios criminales, acechados por depredadores de igual o mayor fuerza, organizados a lo largo de una cadena trófica con sus escalafones bien delimitados. La suficiencia del italiano Collione, intocable en su estatus obtenido de hombre de negocios, contrasta con la inseguridad palmaria de Pinkie, recluido en el mundo de las apuestas ilegales y las estafas de poca monta y tan solo amparado por la determinación de su inteligencia y una falta de escrúpulos en el asesinato que quizás no sea tal–su cobardía en situaciones límite es palpable, así como en el dudoso modo de exterminar a sus enemigos empleando sibilinamente a terceros, en contraste con su ímpetu salvaje-.

Basada en la novela Brighton, parque de atracciones de Graham Greene –partícipe también de su traslación al guion-, Brighton Rock introduce un subterráneo conflicto de fe en el seno de un feroz relato criminal, acorde a las inquietudes cristianas de su autor literario. El epígrafe estadounidense del filme, El pequeño Scarface, sugiere la reproducción del proceso épico de ascenso y caída del gángster, típico del cine criminal hollywoodiense de los años treinta. Sin embargo, el pretendido ascenso a la cima de Pinkie se ajusta más bien a un acre proceso de autodestrucción de quien se siente carcomido en su interior por el terror moral de sus irreparables pecados. Pinkie, sacerdote católico de vocación, siente arder bajo sus pies las llamas del infierno, pero su huida es hacia adelante.

Guiado por la vibrante dirección de Boulting, a caballo entre lo cotidiano y lo delirante, la historia de Pinkie traza un camino de degradación absoluta, asfixiante, virulento, brutal; puntuado por presagios y admoniciones divinas desatendidos incluso en sus formulaciones más literales –la advertencia repetida de Collione y del comisario de policía; la tormenta-. Si el esquema dramático rompía con lo establecido por su antecedente americano, la prefiguración de la antagonista femenina, una Carol Marsh toda dulzura y candidez, no responde tampoco ni al estereotipo de la femme fatale, ni logra ejercer como contrapunto de redención a causa de la obstinación monomaníaca que exhibe la mirada perdida y desencajada de Attenborough, nervioso e impasible a partes iguales. Más aún, su naturaleza prístina servirá como escena climática –la impresión de un disco de voz- dentro de esa citada pugna entre el Bien y el Mal, ente inmutable y cuya principal acción perniciosa reside en su devastadora capacidad contaminante.

En este sentido, todos los resortes argumentales de la película se orientan con precisión y agudeza hacia la conclusión de este dilema ético y religioso. Así, aparentes rupturas tonales como la investigación justiciera emprendida de forma privada por una extravagante artista (Hermione Baddeley) o el despiadado efectismo de esa escena de grabación, se reservan un papel esencial como agentes de un Destino punitivo. El brazo ejecutor de una batalla a muerte tan terrenal como metafísica, resuelta con una cruel e insoportable ambigüedad.

Victor Manuel Rivero

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