A Ghost Story (2017): en los abismos de la eternidad
Nota: 9
Dirección: David Lowery
Guión: David Lowery
Reparto: Rooney Mara, Casey Affleck
Fotografía: Andrew Droz Palermo
Duración: 93 Min.
Al ser humano siempre le ha obsesionado trascender su físico mortal. En vano, la religión y la ciencia han tratado de satisfacer unas aspiraciones que ni siquiera el arte ha garantizado en sus tentativas más brillantes. Es posible que dentro de cientos de años y después de una guerra nuclear que acabe con la tierra, Beethoven siga viviendo en el recuerdo de algún superviviente a través de su novena sinfonía. Pero hay un largo camino de ahí a la eternidad. Porque la memoria también se desvanece cuando el tiempo se enfrenta a esa curva que conecta el final con un nuevo inicio.
«¿A quien esperas?«, pregunta el protagonista a otro personaje que parece encontrarse en sus mismas circunstancias. «No lo recuerdo«, responde éste. Parece como si el mañana caminara lentamente hacia un rumbo angustiosamente incierto, mientras el ayer dejó atrás el pasado a la velocidad de la luz, así como los sueños y los recuerdos de antaño. Evidentemente, se trata de una percepción subjetiva del tiempo, sometida al estado de ánimo de un protagonista cuyo principal cometido parece reducirse a la espera.
Por esa misma razón, los planos de A Ghost Story registran la importancia de las acciones más cotidianas y de los tiempos muertos más irrelevantes, ambos inadvertidos en vida y fuera del alcance del protagonista después de su muerte. Pasan las horas, los días, los años. Cambian los inquilinos de esa cárcel que un día fue su hogar. Pero no vuelve a repetirse la combinación de cuando amó y fue amado, de cuando el paraíso se disfrazaba de conversación sobre el sofá del salón o de un abrazo y unas caricias inocentes bajo las sábanas de la cama.
A través de sus encuadres y de un sensacional empleo de la banda sonora, la narración es secuestrada por una irresistible atmósfera de melancolía. Tras presenciar la relación entre Ronney Mara y Casey Affleck, apreciamos mejor la pérdida de ese amor verdadero que retiene al fantasma en un mundo que ya le es ajeno. Los planos se demoran en el tiempo y la cámara persigue con parsimonia a esa sabana que no acaba de comprender el sentido de su existencia. Mediante un portentoso empleo de la elipsis la acompañamos en un lento proceso de aprendizaje que alcanza su cénit en el monólogo declamado por un carismático Will Oldham. Se trata de la pieza que divide el film, completa su puzzle conceptual y anticipa su inercia elíptica.
Con esta película, Lowery se erige en un auténtico escultor del tiempo y en un gran gestor de espacios cinematográficos. Sus imágenes obligan a sentir el implacable avance del segundero, a no abandonar el lugar de los hechos con la esperanza de estar ahí cuando la pesadilla concluya. Somos espectadores de un espectador pasivo, por lo que estamos condenados a vagar por las luces y las sombras de un universo etereamente iluminado por Andrew Droz Palermo. La estrategia es infalible para involucrar emocionalmente a un patio de butacas que sucumbe al hechizo de una tela blanca y dos orificios negros que llora en silencio la pérdida de su bien más preciado.
Gracias a David Lowery descubrimos la razón por la que el ser humano es habitualmente cubierto con grandes sábanas al fallecer. En esos momentos en los que emerge la disyuntiva entre la aceptación y el aplazamiento de una ineludible cita con la resignacion, conviene ir vestido para la ocasión. Un gran acierto que, a través de su minimalismo, alcanza una insospechada cota de expresividad. Lo que al principio resulta casi hilarante, acaba encogiendo el corazón y cambiando para siempre nuestra percepción de ese clásico fantasma que antes asustaba y ahora conmueve.
Carlos Fernández Castro