Uncle Boonmee recuerda sus Vidas Pasadas (2010)
Nota: 9
Dirección: Apichatpong Weerasethakul
Guión: Apichatpong Weerasethakul
Reparto: Thanapat Saisaymar, Jenjira Pongpas, Sakda Kaewbuadee, Natthakarn Aphaiwonk
Fotografía: Yukontorn Mingmongkon, Charin Pengpanich, Sayombhu Mukdeeprom
EN POCAS PALABRAS (para los impacientes)
Para el que no conozca el argumento, el tío Boonmee sufre una insuficiencia renal aguda y decide acabar sus días entre los suyos en el campo. Sorprendentemente, los fantasmas de su mujer fallecida y de su hijo desaparecido se le aparecen y lo toman bajo sus alas. Mientras medita sobre los motivos de su enfermedad, Boonmee atravesará la jungla con su familia hasta llegar a una cueva en la cima de una colina, el lugar de nacimiento de su primera vida. No parece casualidad que la vida de este campesino tailandés termine (o empiece) en la oscuridad de una gruta; como tampoco lo parece que la película apenas se deje ver al comienzo de ésta. Casi a tientas intuimos a un búfalo forzando las ataduras que lo mantienen sujeto a un árbol, en ese instante de la madrugada en la que la noche se deje ver por el día. Esto no pretende ser poesía barata, no me entendáis mal. Es que «oscuridad», «luz» y «ver» se me antojan conceptos claves para poder entender esta película.
SI QUIEREN PROFUNDIZAR…
Apichatpong Weraseethakul (Joe para los amigos) sabe de cine, y por eso sabe que si cierras el diafragma de la cámara, subexpones la película y proyectas esta imagen subexpuesta en una sala de cine, la pupila del espectador se dilatará para compensar la falta de luz y acomodarse progresivamente a estas nuevas condiciones lumínicas… Ya, ¿ y qué? ¿Por eso una película es buena? Venga, va… Lo dices para fardar delante de las nenas. Tal vez, pero lo cierto es que en los primeros minutos de la cinta no vemos un carajo. A duras penas entrevemos al búfalo huyendo hacia la selva, mientras nuestros ojos piden un poca más de luz. Inmediatamente después de que alguien aparezca en el bosque y agarre al animal extraviado para llevárselo de vuelta al pueblo, una inquietante figura se descubre ante nosotros. Lo de menos es la oscura silueta, son sus brillantes ojos rojos lo que nos turba. Y es entonces cuando Weraseethakul invoca la magia que estaba buscando, haciendo que nuestros ojos, huérfanos como estaban de cualquier claridad, se claven en los de la misteriosa criatura. Nuestro amigo Joe parece querer decirnos: «Nosotros quizá ya no, pero ¿veis como hay seres capaces de ver en plena noche?». A lo que podríamos añadir lo que uno de los personajes dice en el descenso a la caverna, hacia el final de la película: “tenemos que preparar nuestros ojos para ver en la oscuridad”. No tengo demasiado claro que quiere decir todo esto, pero sigamos adelante.
El tio Boonmee reune a sus dos últimos acompañantes en vida en torno a una mesa en el porche de la casa, bajo la luz de una bombilla. De pronto y, sin explicación aparente, de la oscuridad emerge la enigmática figura de ojos rojos que se acerca con calma a la mesa. Ante el asombro de los presentes, la luz de la bombilla va desvelando lo que resulta ser un especia de hombre-mono de ojos inyectados en sangre. A pesar de su aspecto hostil, nada en su comportamiento anima a pensar en malas intenciones, y se sienta a la mesa. Dice ser el hijo de Boonmee que años atrás desapareció. A continuación, su mujer fallecida también se hace visible, aunque no corpórea, allí, sentada como una más. Aquí no hay efectos digitales, ni captura de movimiento, ni sofisticados sistemas de renderizado. Sencillamente las primitivas técnicas de truca que los exploradores del cinematógrafo como Méliès descubrieron en sus albores, o la todavía más antigua técnica del disfraz (o caracterización, para el que no crea que el término es suficientemente digno). Es así que la película se transforma en una historia de monstruos y fantasmas, que ya no dan miedo. Sólo se sientan allí, junto a su familiar moribundo para acompañarle en sus últimos momentos. Boonmee no es sólo un hombre que muere, también es el ocaso de una forma de cine basada en la luz, una caja negra y material fotosensible.
Lo que hace, para mí, de esta secuencia algo único, no es lo queocurre en ella. Es el tono. Acontecimientos sobrenaturales plasmados como situaciones cotidianas; o, dicho de otra manera, cine de ciencia ficción contado como cine costumbrista ¿Pero alguien se imagina una película de Yasujiro Ozu, en la que sobre el tatami, y mientras madre e hija discuten en torno a la necesidad de casarse, alguna deidad propia de la mitología japonesa se pasea por la estancia fumándose un pitillo? Weerasethakul podría llegar a hacerlo. Pero consciente como es de que jugar a esto es caminar en la cuerda floja, y que si te caes, el público se descojona, dota deliberadamente a la escena de cierto carácter cómico. No me gustan demasiado los absolutismos, ni en el cine ni en nada, pero ya que he optado por una postura vindicante al dignificar esta película, diría que esta secuencia vale más que cualquier película estrenada este año (a falta de ver algunas, claro). Por cómo es y por lo que quiere decir, pero sobre todo por lo que significará cuando en el futuro la miremos con nostalgia desde nuestros terminales de Alta Definición.
Y ya que el cine -ese que mide 35 milímetros- agoniza, porque en esta vida todo es perecedero, Weerasethakul opta por darle digna sepultura encomendándolo a sus dioses orientales de la reencarnación, para que vuelva en su próxima vida convertido en lo que la propia naturaleza decida. Aunque creo que la decisión ya la ha tomado el hombre, y se llama Cine digital.
Sin embargo, las reflexiones metalingüísticas sólo suelen satisfacer a los amantes de la materia a la que hacen referencia. Afortunadamente estas ideas son sólo la parte de un todo, en el que el director tailandés vierte sus preocupaciones en torno a la fragilidad de la memoria. Ésta también agoniza, y es que ya en anteriores películas, como Syndrome and a century se expresaba la idea de las nuevas generaciones informatizadas y cada vez más inmersas en la vida de la gran ciudad, alejándose del ámbito rural, olvidando paulatinamente su esencia natural y perdiendo inexorablemente capacidades para valerse en vericuetos no civilizados. En este sentido es paradigmático el uso que Weeraseethakul hace de la luz. Ya hemos comentado anteriormente cómo la ausencia de luz se asocia a la selva donde no somos capaces de ver nada (aunque hay seres incivilizados como los hombres-mono que si son capaces de ver). Asimismo la luz artificial representa lo civilizado y el ámbito de seguridad, allí donde las fuerzas de la naturaleza no se van a manifestar. Precisamente hacia el final de la película se nos muestra una iglesia budista hiperiluminada con luces de todos los colores, donde los familiares de Boonmee rezan por él. Después de haber visto algunos acontecimientos paranormales en el bosque, ya no nos cabe duda de que los muertos no se dejan caer por lugares como ese.
Weerasethakul ha mantenido siempre una actitud crítica frente al gobierno tailandés. Un país de libertad de expresión fuertemente condicionada por la estricta legislación de su gobierno contra las ofensas a la monarquía. No en vano este mismo año había orden de bloquear 113.000 páginas web supuestamente peligrosas para los intereses del país. Según el propio cineasta declara «Escribo y filmo limitado por la censura. Pienso constantemente en lo que puedo o no puedo hacer. Siempre ha sido así. Nos dicen que no hagamos películas que puedan alterar el orden del país y en Tailandia es difícil sortear algo tan vago como eso». Pero a pesar de todo, él siempre lo intenta, manteniendo vivo el recuerdo de un contexto político represivo, antes de que la censura acabe por extinguir esa memoria para siempre; aunque esto, en ocasiones, le obligue a ser extremadamente críptico. Hacia el final de Uncle Boonme se suceden una serie de fotografías en las que varios militares posan con sus armas junto a uno de los hombres-mono, al que parecen haber capturado. No pude evitar recordar las fotos de los soldados americanos en la cárcel de Abu Ghraib.
¿Qué son entonces estos hombre-mono de ojos rojos? ¿Nada más que reminiscencias de los seriales de monstruos que el pequeño Joe veía de pequeño? O tal vez se trate de esos individuos que habiendo dejado la civilización se sumergen en la selva y acaben convertidos en algo parecido a un animal (como también ocurriera enTropical Malady). Esos a los que no denominamos gente por no vivir ya dentro de nuestro sistema ¿Hippies? ¿Anacoretas? ¿Terroristas? O sencillamente alguien que está dispuesto a mirar más allá de lo aparente. El mensaje parece más subversivo de lo que a las autoridades tailandesas les gustaría. Si yo fuera censor en ese gobierno volvería a repasar la frase: “tenemos que preparar nuestros ojos para ver en la oscuridad”. Y ya de paso revisaría la secuencia del búfalo atado, que escapa hacia la selva y que es recuperado posteriormente ante la desafíante mirada de ojos rojos.
La proximidad de la muerte otorga también al Tío Boonmee la capacidad para ver más allá de lo aparente, y en sus últimos instantes disfrutará de su vida como no lo había hecho antes. Prueba de ello es la deliciosa escena en la que él y su actual compañera se relamen los dedos con la miel de un panal, ese sabor dulce y primitivo que los devuelve por un instante a su niñez. Weerasethakul parece querer insistir en que es en ambos extremos de la vida, la niñez y la vejez, en la que habita esa mirada curiosa que nos empeñamos en olvidar de adultos.
Pero Joe no ha perdido del todo la esperanza en las nuevas generaciones. El sobrino de Boonmee, convertido en monje budista después de la muerte de su tío, parece también haber adquirido la capacidad de ver sus vidas pasadas. Después de charlar amistosamente con sus familiares se sienta junto a ellos a mirar la tele. Éste se levanta, se dirige a la puerta de la estancia y mira hacia atrás para despedirse; pero junto a los familiares, él mismo permanece allí sentado, absorto ante la televisión. Es testigo, y nosotros con él, de una vida anterior que representa una actitud adocenada.
El jurado de Cannes, con Tim Burton a la cabeza, decidió que esta película tampoco debía ser olvidada y le otorgó la máxima distinción. Supongo que por su audacia, por la libertad con la que su autor se ha expresado (aunque parezca contradictorio) y sobre todo por su pertinencia. Después, el debate quedó servido.
Ander Elorza