Crónicas desde el Festival Internacional de Las Palmas de Gran Canaria 2015
Mientras el festival apura sus últimas horas con la presencia destacada entre sus asistentes del neoyorkino Alex Ross Perry, cineasta inédito en España al que este año se le dedica una retrospectiva completa de su obra, las apuestas por los premios empiezan a decantarse por una cada vez más breve relación de títulos. A la anteriormente comentada Songs from the north, debut en solitario de la surcoreana Soon-Mi Yoo que se hizo con los primeros aplausos del certamen, se unía hace unos días la producción india Labour of love. Un film a medio camino entre la ficción y el documental (de esos que, dicho sea de paso, suelen conquistar a los jurados más sensibles), en el que se retrata la vida cotidiana de un joven matrimonio en los suburbios de Calcuta. Su director, el también debutante Asha Jaoar Majhe, ya obtuvo el premio al mejor realizador novel en la pasada Mostra de Venezia, por lo que sus opciones de alzarse aquí con un galardón similar no serían para nada descabelladas.
Mención aparte merecen las dos películas más destacadas que hemos podido ver estos últimos días: Blind Massage del reputado cineasta chino Lou Ye, y The Postman’s White Nights del no menos reconocido Andréi Konchalovski, todo un clásico del cine ruso. Si bien puede decirse que ambas partían como dos de las propuestas más “potentes” del programa, su paso por las salas del Monopol no ha dejado indiferente a nadie. Al punto de que una y otra pueden “presumir” de haberse convertido por derecho propio en la gran decepción y la mejor película de cuantas se han podido ver en la Sección Oficial este año.
Blind Massage
Basada en la novela homónima de Bi Feiyu, Blind Massage llegaba al festival precedida por el éxito de público y crítica que había cosechado dentro y fuera de su país de origen. En efecto, la cinta se hizo en noviembre pasado con seis de los siete Golden Horse Awards (los mal llamados “oscar” del cine chino) a los que optaba, presentándose poco después en el circuito europeo como una de las más serias aspirantes al Oso de oro de la Berlinale. Así pues, nada hacía presagiar el enorme fiasco que su visionado nos tendría reservado, desmontando una a una todas las expectativas que habíamos venido albergando a lo largo de la semana.
La película narra las vicisitudes de un grupo de invidentes que comparten vida y trabajo en un centro de masajes. Uno de ellos, Xiao Ma, se nos presenta al inicio como un joven taciturno y amargado por culpa de su ceguera, causada por un accidente de tráfico en el que también perdería a su madre. La llegada al grupo de un nuevo masajista y su prometida, romperán la armonía de una comunidad que aparentaba ser idílica. Xiao Ma se siente inmediatamente atraído por la presencia de la recién llegada, tratando de forzarla en varias ocasiones pese a la resistencia continua de ésta. Por otro lado, el director del centro confesará su amor a una hermosa masajista que le rechaza, ya que se siente atraída a su vez por Xiao Ma, el cual acabará enamorándose finalmente de una joven prostituta.
Con el paso de los minutos, lo que ofrecía ser una prometedora disección de la soledad, el amor y la necesidad de conectar con los demás a través de las emociones, la piel y los sentidos, acaba derivando por momentos en una mala versión (¿acaso puede existir una buena?) de Gran Hermano: todos liándose con todos… o al menos, tratando de hacerlo. Ni qué decir tiene que el trabajo de dirección no contribuye lo más mínimo a mejorar un panorama tan desolador.
En pos de dotar a su película de un mayor realismo, Ye congregó a un reparto integrado en su mayoría por auténticas personas ciegas, filmando cámara en mano sus movimientos erráticos en el interior del encuadre. El estilo directo adoptado por el director, unido al uso abusivo del montaje en corte neto, pretenden imbuir al conjunto de esa sensación de fluidez que (sin salirnos del contexto asiático) caracteriza al mejor cine filipino de Brillante Mendoza o Eduardo Roy Jr., pero que en manos de Lou Ye acaba resultando inexpresiva, artificiosa, cuando no completamente impostada. Nada comparado, eso sí, con las ensordecedoras secuencias que dibujan el mundo “invisible” de Xiao Ma. Un verdadero despropósito se mire por donde se mire.
Sólo la inserción de algunos momentos particularmente intensos (la mayoría de ellos, como no podía ser de otro modo, reservados a mayor gloria del personaje protagonista), logran rescatar a la película de una indolencia generalizada, provocando ligeros repuntes de interés en una trama, por lo demás, carente de pasión. Un sentimiento que la torpe puesta en escena de Lou Ye no logra suavizar. Más bien, todo lo contrario.
El Cartero de la Noches Blancas (The Postman’s White Nights)
Hablar de Andréi Konchalovski es hablar, cuanto menos, de un cineasta peculiar. Hermano del también director Nikita Mihalkov y estrecho colaborador del malogrado Andréi Tarkovski, su obra fílmica conjuga algunas de las obras más destacadas del cine ruso (Siberiade) con infectos subproductos del mainstream hollywoodiense (Tango & Cash, The Odyssey). Tras su regreso definitivo a Europa, y habiéndose paseado durante las últimas dos décadas por los festivales europeos con relativo éxito, su último trabajo sorprendería en la pasada Mostra de Venezia al alzarse con el León de Plata a la mejor dirección. Un merecido reconocimiento para una película que, si bien no destaca especialmente por su riesgo a la hora de abordar la puesta en escena, pone en evidencia las enormes posibilidades que un material de este tipo puede ofrecer en manos de un cineasta experimentado y metódico.
Rodada íntegramente con actores no profesionales en el lago Kenozero, en el noroeste de Rusia, The Postman’s White Night retrata la vida de una pequeña comunidad rural que vive aislada en esta zona apartada del mundo. Aleksey Tryaptisyn, el cartero de la aldea, debe desplazarse a diario a través del lago para hacer llegar a sus vecinos la correspondencia, el pan y todo aquello que les resulte necesario. Su figura, a la vez robusta y bonachona, encarna la oscura paradoja que implica ser el único contacto físico que la aldea tiene con el resto del mundo, mientras él mismo se erige en perfecto ejemplo de la soledad que les aplasta y domina sus vidas. En efecto, Aleksey está solo, y así se nos muestra a cada paso: tumbado solo sobre la cama de una habitación oscura, paseando solo por el interior de un colegio en ruinas, balanceándose solo sobre la superficie temblorosa del lago; solo en mitad de un prado vacío, de una estación de trenes vacía, de una aldea vacía; solo, incluso, en la absoluta compañía de otros que, en realidad, se sienten tan solos como él.
El tempo pausado que Konchalowski imprime a sus imágenes, viene, en cierto modo, obligado por este pulso vital de sus personajes, perdidos como están en la quietud de un universo vacío que les envuelve y aplasta. Precisamente, es esta presencia dominante de lo vacío la que preside muchas de las escenas, antecediendo a la entrada de los personajes en el campo de la imagen, para luego expandirse de nuevo dentro de ella una vez la han abandonado. El recurso despierta inevitablemente el recuerdo de las imágenes de Ozu, al que Konchalovski parece dedicar un particular homenaje cinéfilo al introducir en los márgenes del encuadre algunos de sus iconos más significativos: la tetera de Higanbana, el buzón de Ukigusa… Pero también, y como no podía ser menos, del mejor Tarkovski.
Llegados a este punto, la única duda que se nos plantea es si no estaremos asistiendo a un acto premeditado. Esto es, a la construcción de un producto perfectamente diseñado para el circuito de festivales, y destinado a despertar el entusiasmo de un público predispuesto y un jurado no menos impresionable. El sospechoso guiño final a Naturaleza muerta de Jia Zhang-ke, con el cohete de una base espacial cercana elevándose por sorpresa en medio de la tundra, resulta francamente inquietante en este sentido.
Aythami Ramos