Grandes Películas… Sobrevaloradas: Que el Cielo la Juzgue (1945)
Ninguna actriz, jamás, ha logrado igualar la hermosura y la fotogenia que lucía Gene Tierney en una pantalla de cine. Una mujer capaz de resplandecer entre la mugre sureña de La ruta del tabaco, capaz de personificar la razón misma de la existencia en El diablo dijo no, capaz de enamorar y arrastrar a la perdición al grupo de hombres que contemplaran su retrato en Laura, capaz de robarle el corazón a un espectro huraño en El fantasma y la señora Muir. Dos embrujadores ojos de azul cristalino engarzados en un rostro de diosa renacentista para encarnar las virtudes físicas, artísticas y poéticas del ser humano. Un paisaje edénico, un ideal de virtud.
Que el cielo la juzgue es una de las escasas películas donde Tierney rompe con esta declaración de perfección e interpreta a un personaje netamente negativo que, como el negro Otelo shakesperiano, representa a los celos hechos carne –no es el único punto de encuentro que traza la obra con el genio inglés, puesto que su título mismo es una pomposa cita de otra de sus tragedias, Hamlet-. Que el cielo la juzgue no emplea la inmaculada belleza de Tierney para esconder el reverso oscuro de una vampiresa. Al menos, no de una vampiresa al uso, movida por una ambición egoísta e inmoral, herencia de modelos clásicos como Lady Macbeth o Mata Hari. Porque la Ellen Berent (Tierney) de este filme no es una femme fatale del noir que, al igual que las sirenas de Homero, emplea su poderoso hechizo femenino para devorar el cadáver de los hombres naufragados en las irresistibles costas de sus caderas. La fuerza malévola de sus acciones procede de la odiosa corrupción, inconsciente y enajenada, de un concepto puro y positivo: el amor. En Que el cielo la juzgue, el amor es esgrimido como declaración de entrega incondicional al ser amado, pero también como amenaza y condenación.
A partir de la novela superventas de Ben Ames Williams, John M. Stahl rueda un cuento ilustrado en colores desaforados y narrado por capítulos, como si de un pasaje de Las mil y una noches se tratase. Tan artificial en su fotografía como en las líneas de diálogo del libreto, donde cada una de ellas arroja una señal ominosa contra el incauto protagonista, ciego de belleza, y contra el espectador, tan obnubilado como él por la mirada fija de Tierney –“Ellen siempre gana”, “En Salem, hace cien años, te hubieran quemado en la hoguera”,…-. Tan artificial, en definitiva, como el atractivo de la protagonista y, a semejanza de él, absolutamente hipnótico.
El melodrama, a medio camino entre el romance obsesivo y la intriga sentimental, nace entre imágenes paroxísticas –los escenarios bucólicos hundidos por una sombra con nombre de mujer en la introducción de la cinta, la conmemoración de las cenizas del padre de ella entre galopes hieráticos envueltos en un rojo atardecer- y alimenta después su tragedia entre detalles inquietantes que, paulatinamente, desgajan la máscara de Ellen y revelan su entraña pútrida por incestuosas filiaciones de Electra, por el ansia de victorias inanes propias de una víctima de la inseguridad crónica, por el imperativo de someter a su control a aquel objeto de su quebradiza felicidad que pueda escapársele de entre los dedos y reventarse contra el suelo de mármol de su casa, vacía por la abundancia. Triste, abrumadoramente triste.
Pero Stahl, con Jo Sweling en el guion, no logra o no desea explotar el drama privado de esta mujer, villana a su pesar, rehén de su naturaleza nefasta, y convierte el personaje en una caricatura de maldad con el que resulta difícil establecer comprensión, no digamos ya compasión. Las (tramposas) advertencias maniqueas de la presentación del argumento, preparadas para cargar los prejuicios de la platea de cara a una disyuntiva entre una simbolización de la perversión y otra de la inocencia, se plasman entonces en una deriva hacia un precursor de esos psycho thrillers encaramados al estereotipo de la mujer que ha perdido los nervios y que tanto daño harán al cine durante la era de las intrigas eróticas de finales de los ochenta y principios de los noventa. Adelantada a su tiempo, envejecida con el mismo ímpetu inflamado.
El esfuerzo de seducción de Tierney –esa manera de insinuarse, la forma de decir “for ever”, la insolencia de su pretendida turbación, su impulsividad arrolladora- se diluye en una interpretación más desorientada a medida que Ellen, y con ella la película, pierde el norte en un delirio que, sí, prolonga la irrealidad planteada desde un primer momento, pero que, en cambio, dilapida su interés en el empacho y la desmesura. De nuevo en paralelo a su protagonista, cuando Que el cielo la juzgue recupera el pulso en el breve juicio del desenlace, ya es tarde para redimir sus flaquezas.
Víctor Rivero
Que el Cielo la Juzque (Leave Her to Heaven ) (1946)
Dirección: John M. Stahl
Guión: Jo Swerling
Reparto: Gene Tierney, Cornel Wilde, Jeanne Crain, Vincent Price, Mary Phillips, Ray Collins
Fotografía: Leon Shamroy
Duración: 110 Min.