El cine político según John Ford (El último hurra, 1958)
¿Qué necesita un político para ganar las elecciones? Fundamentalmente, comprar el mayor número de votos posible para evitar sorpresas desagradables. Nadie dijo que estuviéramos hablando de un político honrado. A menos que se trate de un gobernante aferrado a su poder con la vocación de servicio al ciudadano como único motor de su ambición. Bastante improbable, por otra parte, pero en el universo de John Ford los personajes tenían valores aunque la vida transcurriera en un océano de grises donde el bien y el mal convivían en un mismo acto y una misma persona.
Frank Skeffington es un buen hombre, pero no duda en jugar sucio cuando ve peligrar sus votos. Bajo el imperio de la ley (de la selva), es de los que comen antes de ser comidos. Pero también es de los que orienta los dividendos de su popularidad en beneficio de los demás. Basta recordar el multitudinario funeral del viejo Dod, al que pocos conocían en profundidad y muchos lloraron solo por agradar al carismático alcalde. En esta ocasión, el alcalde invierte las rentas de su popularidad en construir un bonito y duradero recuerdo para la flamante viuda: nunca fue su marido tan apreciado como el día de su muerte.
Sin embargo, para realizar este nuevo retrato de la política americana Ford no recurre a la solemnidad que impregnaba las imágenes de El joven Lincoln. Nos encontramos ante la versión más desenfadada del director quien, sin traicionar la seriedad de su objeto de estudio, rocía de ironía cada situación para dotar su crítica de un carácter más incisivo. A través de Skeffington descubrimos algunas de las argucias que se ocultan tras las «buenas intenciones» de un político cualquiera: chantajes, actos de cara a la galería, sacrificios, engaños, inauguraciones interesadas…
De algún modo, el espectador es invitado a adoptar el punto de vista del sobrino de Skeffington, un personaje más funcional que relevante en la narración. De profesión periodista, el joven sobrino ofrece esa objetividad que no obtendríamos mediante la visión del político y acompaña a su tío en cada una de sus «gestiones» de cara a los inminentes comicios. Evitando caer en la hagiografía, Ford destapa las tretas de Skeffington y las ampara en el bien público para colocar al espectador en la difícil tesitura de justificar unos medios bastante dudosos.
Sobre el papel, solo es posible dar forma a un personaje como Skeffington a través de un actor cuyo aspecto represente los valores fordianos y cuyo carisma soporte las sombras de tan ambiguo protagonista. Un Spencer Tracy al borde de los 60 domina la situación en todo momento, dando vida a ese tipo de personas que sería capaz de vender arena en el desierto. Su lenguaje corporal, sólido y confiado, encaja a la perfección en la puesta en escena de un Ford que, como es habitual, establece el ritmo ideal y planifica como si el espacio fílmico estuviera a su servicio.
Sin alardes ni efectismos, cada plano rebosa ese equilibrio que imprimía solemnidad a las mejores obras del maestro y hace posible que la emoción, sin entrometerse en los terrenos de la reflexion, la contamine con la dosis necesaria para construir una película viva y atemporal. Una de esas películas que junto a Ciudadano Kane (1941), El político (1949) y Tempestad sobre Washington (1962) representan el mejor cine político realizado en la historia del cine americano a ojos de este crítico.
Carlos Fernández Castro