El espacio y el tiempo en El eclipse de Michelangelo Antonioni
La secuencia inicial de El Eclipse me parece una exhibición magistral del empleo «moderno» del tiempo en una narración. Michelangelo Antonioni dilata una situación ya consumida antes de llegar a nuestras pupilas. Todo lo que tenía que suceder ha sucedido y la escena da vueltas sobre sí misma buscando un desenlace que se resiste a dar la cara. Monica Vitti es obligada a permanecer en el mismo espacio que Francisco Rabal, a pesar de haber sentenciado a muerte una relación que nunca debió ser gran cosa.
El director somete a su personaje femenino a la tortura de un hombre pasivo e inactivo que mira al infinito en cada nueva oportunidad de salvar la situación propuesta por el guion. La planificación de Antonioni fuerza la convivencia de los personajes en un mismo plano para que uno de ellos acabe abandonándolo una y otra vez, como muestra de una imposible reconciliación. En sus planos/contraplanos frontales, se enfrenta a dos amantes que rehuyen la lucha por una relación en respiración asistida.
Ella reúne las fuerzas necesarias para emprender la retirada a través de la luz exterior que penetra tras la apertura de las cortinas y del aire proporcionado por un solitario ventilador. La dirección busca los límites del espectador y propone un terror cotidiano basado en el sumatorio «convencionalismo + tiempo». El resultado es desasosegante, agotador y muy esclarecedor de la personalidad y el estado de ánimo de la protagonista.
De alguna manera, remite al hermetismo de ‘El Ángel Exterminador‘, al someter a dos personajes a los confines de un espacio cerrado, del cual sería fácil salir si el autor se ajustara a las reglas de la normalidad. Sin embargo, Antonioni resuelve esa opresión para trasladar la misma angustia a un espacio abierto en el que finalmente se despacha el conflicto de una manera inesperada, devolviendo a la protagonista a una urna de cristal, tal vez premonitoria de su futuro, y a su amante a un espacio más allá de las rejas que acabarán separándoles para siempre. Un arranque arrebatador para una película desafiante.
Carlos Fernández Castro