Delibes, un falso amigo del cine
Pasó 2020 y la emergencia sanitaria deslució algunas celebraciones, entre ellas el centenario de Miguel Delibes, uno de los pilares más sólidos de la literatura española en la segunda mitad del XX.
En uno de los ensayos de su magna obra “Qué es el cine” escribe André Bazin que el teatro es un “falso amigo” del cine porque, en una primera impresión, dada la duración de una pieza teatral y los diálogos como soporte expresivo, sería muy sencilla la adaptación a la gran pantalla. Pero la experiencia muestra que obras vivas sobre un escenario quedan mortecinas en el celuloide, probablemente porque se necesita un sexto sentido para descubrir cómo hacer la adaptación. Desde luego, sólo en el caso de Roman Polanski, un director con espléndidos dramas llevados al cine, desde “Macbeth” (1971) a “La Venus de las pieles” (2013), brilla esa cualidad.
Viene esto a cuento de que Miguel Delibes también parece un “falso amigo” del cine, pues sus novelas llaman de inmediato la atención de directores y productores, y algunos de ellos (Antonio Giménez-Rico, Josefina Molina, José Sámano, Antonio Mercero) han repetido la experiencia de trasladar a la pantalla su literatura. De la veintena de novelas se han llevado al cine la mitad, lo que no es poco tratándose de un autor que tiene muchos más libros de artículos, viajes, caza, ensayos y cuentos; quedaron en el papel guiones y proyectos maduros, como los de Manuel Gutiérrez Aragón y José Luis García Sánchez sobre “Cinco horas con Mario” que iba a ser interpretado por Concha Velasco; de Roberto Bodegas, Joaquín Oristrell y Juan Antonio Porto con “La sombra del ciprés es alargada” o el de José Luis Cuerda a partir de la que, a mi juicio, es la gran novela de todo el corpus delibesiano, “El hereje”. Los resultados de las adaptaciones son desiguales, con algunas obras notables, varias con interés y un par de decepciones: claramente “La sombra del ciprés es alargada” (Luis Alcoriza, 1990) y “El tesoro” (A. Mercero, 1988), aunque esta última plantee una preocupación por el patrimonio histórico y cultural que resulta central en nuestra sociedad. Curiosamente, han funcionado muy bien las traslaciones al teatro de otras novelas —“Cinco horas con Mario”, con representaciones a lo largo de cuatro décadas, “La hoja roja”, “Las guerras de nuestros antepasados” y “Señora de rojo sobre fondo gris”— ninguna de ellas llevada al cine, probablemente por tratarse en esencia de monólogos.
Esa condición de “falso amigo” se explica por la aparente facilidad de historias sencillas, con personajes entrañables y ambientaciones en un medio rural que parece singular si se elige bien como localización para el rodaje. Sin embargo, en Delibes se aprecia más que en otros autores la distancia entre lo que se “cuenta” y lo que “se representa”, lo que se dice y lo que se ve. El cine tiene concreciones en personajes, ambientes y sucesos (decorados, vestuarios, reparto, interpretación) que en las novelas son más ambiguos o se plasman de forma más distanciada. También sucede que la sustancia verbal y la entidad estética de la prosa quedan muy limitadas a algunos diálogos; y, sobre todo, está la dificultad del punto de vista y de la focalización en un personaje a través del cual se construye el mundo de ficción o el narrador suscita la empatía del lector. Esta dificultad se aprecia en párrafos como éste de “El camino”, la historia cántabra de los años mozos del novelista que transcurre en Molledo, en el valle de Iguña.
«Algo se marchitó de repente muy dentro de su ser: quizá la fe en la perennidad de la infancia. Advirtió que todos acabarían muriendo, los viejos y los niños. Él nunca se paró a pensarlo y al hacerlo ahora, una sensación punzante y angustiosa casi le asfixiaba. Vivir de esta manera era algo brillante, y a la vez, terriblemente tétrico y desolado. Vivir era ir muriendo día a día, poquito a poco, inexorablemente. A la larga, todos acabarían muriendo: él, y don José, y su padre, el quesero, y su madre, y las Guindillas, y Quino, y las cinco Lepóridas, y Antonio, el Buche, y la Mica, y la Mariuca-uca, y don Antonino, el marqués, y hasta Paco, el herrero. (…) Llegarían a desaparecer del mundo todos, absolutamente todos los que ahora poblaban su costra y el mundo no advertiría el cambio. La muerte era lacónica, misteriosa y terrible».
A pesar del buen hacer de dos mujeres cineastas —en la miniserie de televisión de Josefina Molina (1973) y en la versión de Ana Mariscal (1963), primera ocasión en que un texto de Delibes da lugar a un audiovisual— párrafos como el anterior, con indagaciones y reflexiones de carácter más existencial y capaces de trascender la anécdota argumental, que los personajes alcanzarán al cabo de los años, diríase que resultan imposibles de filmar. Pero no es poco, como sucede en la serie de TVE, conseguir autenticidad en los niños del pueblo devenidos actores, la excelente ambientación con el juego de bolos y las tonadas montañesas en una boda, o un ámbito rural y un valle que revelan la comunión de los hombres con la Naturaleza siempre presente en Delibes.
Obras como “La guerra de papá” (Antonio Mercero, 1977), “El disputado voto del señor Cayo” (Antonio Giménez-Rico, 1986) y “Las ratas” (A. Giménez-Rico, 1997) revelan oficio en su formulación al tiempo que la dependencia del original literario; no son películas despreciables en absoluto, hay esfuerzo en la ambientación y en la dirección de actores para conseguir relatos convincentes, pero se adivina detrás de ellas los soportes literarios de mayor enjundia. “Retrato de familia” (A. Giménez-Rico, 1976) que adaptaba “Mi adolatrado hijo Sisí”, una novela escrita veinte años atrás, viene muy determinada por el cine español de la Transición que necesita contar la parte ocultada o manipulada de la historia del España, tanto o más que centrarse en la figura de Cecilio Rubes y de su hijo Cecil —interpretado por un Miguel Bosé en su primer papel relevante, con la voz prestada, que revela sus limitaciones como actor— como reflejo de la burguesía provinciana que Delibes dibuja con maestría.
Aunque suele figurar como una adaptación de “Cinco horas con Mario”, en realidad la excelente y, en su momento, novedosa “Función de noche” (Josefina Molina, 1981) es un docudrama que consta, en su mayor parte, de una conversación rodada en tiempo real entre dos divorciados: Lola Herrera y Daniel Dicenta se desnudan ante la cámara contando la experiencia de su separación y mostrando las heridas sin cicatrizar. Pero Herrera está en ese momento representando la versión teatral de “Cinco horas con Mario”, montada por los mismos artífices de la película, Josefina Molina y Pepe Sámano, y su inmersión en el papel de Carmen Sotillo desata los demonios interiores de su propia experiencia en el rol de esposa, común a toda una generación de mujeres en el franquismo. Ello permite una nueva lectura de la obra de Delibes, donde se da la vuelta al largo reproche de la convencional Menchu al progresista profesor de instituto para subrayar la condición de mujer relegada, sin oportunidades para el crecimiento personal, la adquisición de una cultura o la cualificación profesional. Por tanto, “Función de noche” es, en cierto modo, una particular y creativa prolongación de la novela.
Pero, sin duda, la gran película construida sobre un texto de Delibes es “Los santos inocentes” (1984) del cineasta cántabro Mario Camus. Como se sabe, la obra literaria es menor dentro de la bibliografía de su autor y consta de breves capítulos con fragmentos de las vidas de unos campesinos y sus señoritos en la España del franquismo. Ello permite desarrollar un guion más libre estructurado en segmentos nombrados con los personajes de la familia y, sobre todo, añadir una historia en tiempo presente (Quirce regresa del servicio militar, visita a su familia y abandona el cortijo definitivamente) que no existe en la novela y proporciona un final más esperanzado y representativo de la nueva generación de españoles en ruptura con el servilismo y clasismo tradicionales.
La película se apoya en el vocabulario y diálogos de Delibes, pero alcanza su mayor expresividad en el trabajo de un reparto en estado de gracia, elegido con cuidado para tipos humanos sólidos y dirigido con pleno acierto; hay personajes consagrados a los que se proporciona un nuevo perfil (Alfredo Landa, que ya había abandonado el “landismo” con “El puente” de Bardem y las dos entregas de “El crack” de Garci), secundarios puestos en primer plano (Terele Pávez) o brillando como nunca (Agustín González, Mary Carrillo), galanes como antagonistas (Juan Diego) y personas del lugar como actores ocasionales (los intérpretes de Nieves, Quirce y la Niña Chica). Tal peso tiene Paco Rabal en su composición de Azarías —que le vale el premio de interpretación en Cannes junto a Landa— que repetirá en buena medida el mismo tipo en “El disputado voto del señor Cayo” y, prácticamente con el atuendo copiado, en “Las ratas”.
Ese premio en Cannes ha contribuido a una difusión internacional como pocas veces logra el cine español. Pero ha sido en nuestro país, a lo largo de varias décadas y en espacios muy diversos, desde grandes salas de las capitales a improvisadas proyecciones en pueblos, donde “Los santos inocentes” ha emocionado a espectadores que vivieron la época representada o han sido herederos de ella de algún modo. Mario Camus pone en pie un fragmento de la España rural ideado por Delibes que, en su profunda humanidad, es una fragmento de la Humanidad, del mundo.
José Luis Sánchez Noriega