Tori y Lokita (Tori et Lokita, 2022)
Insobornables y octogenarios, los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne cuentan con una filmografía de apenas una docena de largometrajes, que han escrito y dirigido al alimón, aunque han alentado unas cuantas películas más en calidad de coproductores. Esta filmografía escueta resulta muy coherente: todas sus historias hablan de menores heridos por la soledad, chicas adolescentes o hijos desatendidos y tentados por la delincuencia. Con los Dardenne podría decirse con propiedad ese lugar común, con el que algunos cineastas se identifican, de que siempre han hecho la misma película.
Lokita es una adolescente muy ligada a Tori, un niño de unos once años. Son africanos originarios de Benin que se buscan la vida en Bélgica; viven en un centro de acogida pero trapichean con drogas para mandar algo de dinero a casa y pagar la deuda a los traficantes de personas que les trajeron a Europa por Sicilia y que tienen la tapadera de una iglesia. Las cosas van a peor cuando a Tori le dan el permiso de residencia mientras que a ella, que asegura ser su hermana, se lo niegan. Tori estuvo en un orfanato acusado de ser un niño brujo.
Jubilado Ken Loach, estos cineastas belgas son los únicos militantes del cine comprometido con la injusticia y el dolor desde una forma cinematográfica que apuesta por la austeridad y el lenguaje más directo. En Tori y Lokita la cámara siempre está cerca, en planos medios que no asfixian a los personajes al tiempo que nos los hacen muy próximos. La narración se centra absolutamente en esta pareja protagonista y todo gira alrededor de ellos; vemos la incomprensión de cuantos les podían ayudar (educadores del centro, asistentes sociales y policías) y los abusos y humillaciones del cocinero traficante, de los clientes y del resto. El relato renuncia a toda digresión al tiempo que su cercanía muestra como gran verdad el cariño entre estos dos desheredados, la honradez de su comportamiento en todo momento (¡incluso con los mafiosos!) y la lealtad hacia la familia que dejaron en África.
Frente a tanta película efectista y artificiosa, una propuesta como Tori y Lokita destila verdad en cada fotograma, una autenticidad que implica emocionalmente al espectador en todo momento en un relato sin tiempos muertos, muy ágil. Esa verdad tiene una dimensión más agria de denuncia del tráfico de personas y de la situación de los emigrantes sin papeles en Europa; pero también subraya los valores humanistas de cariño, honradez y solidaridad de estos niños que no han perdido toda esperanza ni han sido desalentados definitivamente por el cinismo.
José Luis Sánchez Noriega