Pasolini en sus lineas de fuga
Revirtiendo el dicho de que uno muere como ha vivido o de que la muerte es consecuencia de la vida, el cruel final de Pier Paolo Pasolini ha servido para preguntarse por su vida, para tratar de comprender una trayectoria y una personalidad siempre esquiva a las etiquetas. De hecho, el último largometraje dedicado al director, Pasolini (Abel Ferrara, 2014), indaga en su identidad desde el enigma de la muerte y del contexto sociopolítico que la rodea, lo mismo que había hecho Marco Tullio Giordana en Pasolini, un delitto italiano (1995).
La difusión mediática del centenario que celebramos esta semana, incluida la simultánea publicación del Premio Comillas de Biografía 2022 que ha recaído en Pasolini. El último profeta de Miguel Dalmau, hace justicia a la talla de quien, además de cineasta, ha sido poeta, dramaturgo, novelista y ensayista, un intelectual con fuerte presencia pública en la sociedad italiana de los sesenta y setenta. Se aprecia mejor esa talla si tenemos en cuenta que Pasolini se dedica al cine poco tiempo, apenas quince años en los que filma compulsivamente doce largometrajes de ficción y otras tantas piezas más breves, entre cortos, documentales y apuntes de películas.
En una filmografía tan escasa resulta sorprendente la diversidad de tratamientos y estilos, sólo comparable en este sentido a Stanley Kubrick, aunque el cineasta italiano es más radical en la búsqueda de un lenguaje propio soslayando todo esteticismo. Pasolini se nutre y crece en el neorrealismo y en la verdad de la gente de la calle, como deja constancia en sus dos primeros largos, Accattone y Mamma Roma; pero va más allá al profundizar en una representación naturalista de lo real en El evangelio según san Mateo que no sólo es la inopinada aproximación espiritual de un marxista ateo a la figura de Cristo, como se suele subrayar, sino una reflexión sobre la condición humana antes del pecado original que, poco más tarde, le lleva al optimismo de la fábula Pajaritos y pajarracos en un nuevo giro de su lenguaje cinematográfico.
La sintonía de Pasolini con las rupturas de la modernidad cinematográfica y el espíritu del 68 se manifiesta justamente en los dos títulos rodados en torno a ese año: Teorema y Porcile. Coherente con su apuesta por el «cine de poesía» frente a las convenciones narrativas de un «cine de prosa» con historias, personajes, conflictos y desenlaces resolutivos, en esas dos películas con voluntad de ensayo yuxtapone espacios y tiempos mitológicos con un presente donde se disecciona a la clase burguesa heredera del fascismo y del nazismo. Son las películas más radicales en su expresión y en sus ideas, un punto panfletarias para nuestro gusto actual, pero con la grandeza del cine que invita a pensar. La radicalidad se volverá más pesimista y necrófila en su testamentario Saló o los 120 días de Sodoma, con la autodestructiva orgía del fascismo en su última fantochada.
Fuertemente atraído por el mundo de la mitología y el potencial de los relatos primigenios para trazar las líneas de fuga de la condición humana, Pasolini filma Edipo, el hijo de la fortuna y Medea como si no existieran las versiones teatrales de los clásicos griegos y latinos, como si le estorbara la literatura y quisiera acceder directamente a las desgarradas figuras de hijos y madres o padres poseídos por la pasión, el amor y la muerte, como si la muy real Anna Magnani de su segunda película, abatida por el rechazo del hijo amado, reaccionara con furia convirtiéndose en Medea.
Para muchos espectadores, lo mejor de Pasolini está en la «Trilogía de la Vida» formada por El Decamerón, Los cuentos de Canterbury y Las mil y una noches, muy peculiares y personales adaptaciones de cuentos medievales que nos fascinan por el humor y la ingenuidad, la picaresca y el erotismo. Parece renunciar al presente y a la reflexión sobre la sociedad y la historia —en un contexto político italiano ciertamente lacerante, con la hipocresía y corrupción de los poderes públicos y los años de plomo de las Brigadas Rojas— para esa celebración espontánea de la vida, del placer lúdico y la verdad del sexo.
A poco que se piense, detrás de esta filmografía hay un creador versátil que admira, denuncia, indaga, disfruta o reflexiona sobre lo que le rodea, la sociedad y su historia, el rostro y la máscara, en una amalgama que, a la postre, revela la complejidad de los seres humanos. En cada película nos exige cambiar el paso, convertirnos en espectadores sagaces que veamos más allá de lo que miramos. Son obras imperfectas por desgarradas, porque Pasolini rueda cada película como si en ese acto inventara el cine.
Al final, el cine de Pasolini es una constante búsqueda y una imposible recreación / reflexión sobre la realidad como un dibujo de proyección cónica que traza líneas paralelas de irracional convergencia en el infinito, en un punto de fuga realmente inexistente en el horizonte. Esta es la utopía de un cineasta inasible en sus contradicciones pero extraordinariamente atractivo en sus creaciones, incluso cuando filma con aparente torpeza y satura sus secuencias con primeros planos o cultiva cierto feísmo. Un intelectual que traza múltiples líneas de fuga en el imposible intento de cartografiar una realidad compleja y escurridiza por su condición dinámica. Por ello, tiende a los espacios vaciados, a los desiertos de arena volcánica del Etna presentes en el final de Teorema y en Porcile, y paisajes agrestes y ciudades de adobe en el díptico mitológico y en Las mil y una noches, donde los seres humanos quedan desnudos o se revisten de aparatosos disfraces. En el fondo, dionisíaco antes que apolíneo, ha sacrificado la belleza a la verdad.
José Luis Sánchez Noriega