Cafarnaúm (Capharnaüm, 2018)
Nota: 9
Dirección: Nadine Labaki
Guión: (Historia: Labaki Jihad Hojeily)
Reparto: Zain Al Rafeea, Yordanos Shiferaw, Boluwatife Treasure Bankole, Kawthar Al Haddad
Fotografía: Christopher Aoun
Duración: 120 Min.
Si el cine se limitara a mero entretenimiento con historias complacientes que satisficieran el ocio del consumidor, Cafarnaúm sería una película fracasada por interpelar al espectador mostrándole las miserias de los refugiados en Oriente Próximo, incomodarlo con su sobredosis de realidad y dejándole mal cuerpo al apelar a sus emociones de forma muy directa y, casi habría que decir, agresiva. Afortunadamente el cine es algo más, y quizá de forma decisiva, sirve para ayudarnos a mirar y comprender el mundo en que vivimos.
El título resulta equívoco pues la acción transcurre en el Líbano natal de la directora Nadine Labaki (Beirut, 1974) —que tiene en su haber dos convincentes largometrajes: Caramel (2007) y ¿Y ahora adónde vamos? (2011)— y no en la villa vecina del mar de Galilea, citada en los Evangelios, de la que se conservan unas pocas ruinas. Explica Labaki que capharnaüm en francés significa caos, desorden, leonera. Más allá de la suciedad y miseria de las infraviviendas, los harapos por vestido o los trastos para cualquier menester de los personajes de la película, el caos tiene que ver con el desorden social que supone la existencia de menores sin escuela, higiene ni sanidad, niñas dadas en matrimonio, refugiados sin papeles perseguidos por la policía, madres a quienes se les arrebata a sus bebés, el propio tráfico de estos, padres irresponsables que abandonan a los hijos… En fin, de un mundo –no tan lejano, al otro lado del Mediterráneo- donde recalan los sirios expulsados por la guerra o los migrantes etiopes que huyen del hambre y la exclusión, y donde hay ciudadanos de primera, segunda y tercera categoría, como nos hacía ver no hace tanto El insulto (Ziad Doueiri, 2017) con los palestinos, libaneses cristianos o musulmanes que viven en Líbano.
Comienza el relato in media res con el momento álgido en que un niño de 12 años, Zain, es conducido desde la cárcel a un juicio. Con toda serenidad se declara culpable de haber acuchillado a un “hijo de puta”, pero lo peor es que dice al juez que quiere denunciar a sus padres por haberle traído al mundo.
A partir de ahí se cuenta el pasado de Zain con su familia de siete u ocho hermanos, el hambre que pasan y las condiciones inhumanas en que viven; los niños tienen que trabajar en lo que salga, vendiendo zumos sospechosos o una droga doméstica fabricada con medicamentos obtenidos con recetas falsas. Los padres parecen resignados a esa situación. Lo que no soporta Zain es que den en matrimonio a su hermana Sahar, una niña como él, al dueño de una tienda. Termina yéndose de casa y refugiándose en una chabola donde vive Rahil, una refugiada etíope sin papeles, con su bebé Yonas de un año y que Zain tiene que tomar a su cargo cuando Rahil sea detenida por la policía.
Habrá espectadores que rechacen el discurso de esta espléndida película porque no soporten la dureza de sus imágenes o consideren que la mera representación de la realidad no genera arte; o piensen que la creación exige un pudor y una elaboración estética que aquí brillan por su ausencia. Sin embargo, creo que Labaki pone en pie un relato a partir de una realidad social incontestable, centrado en la vida más dura de niños —lo que no es tan habitual— y lo hace manejando bien la denuncia inherente a las descripciones, la comprensión con la condición simultánea de verdugos y víctimas que presentan algunos de ellos (por ejemplo, los padres de Zain) y una fuerte empatía con los niños protagonistas basada en la ternura y los sentimientos de cercanía y compasión (“padecer con”) que todo ser débil suscita en nosotros.
Con la excepción de algún fragmento de música, que innecesariamente subraya el clima de tragedia, Labaki mantiene un tono difícil pero muy adecuado: equidistante del miserabilismo y del exhibicionismo que hace espectáculo del mal ajeno, y del paternalismo que sitúa a un cineasta por encima de sus personajes. La honradez es mayor si tenemos en cuenta que los intérpretes no son tales ni vienen contratados por una agencia de actores, sino auténticos protagonistas de las historias, como explica el dossier informativo de la distribuidora (disponible en http://www.caramelfilms.es/site/detalle/cafarnaum), pues tienen a sus espaldas trayectorias de violencia, exclusión, hambre y desamparo muy similares a las de sus personajes.
Cafarnaúm es una película extremadamente dura, capaz de que se nos abran las carnes y abandonemos la butaca con un nudo en el estómago, pero honrada en la historia que cuenta, susceptible de provocar nuestra solidaridad y políticamente necesaria para movilizar a la opinión pública. Tenía muchos peligros, desde el citado exhibicionismo al maniqueísmo de singularizar en algunos personajes el origen de un mal que es complejo. Labaki logra salvar estos escollos y llegar al espectador con fuerza: un título imprescindible para enriquecernos como seres humanos.
José Luis Sánchez Noriega