Lucky (2017)
Nota: 8
Dirección: John Carroll Lynch
Guión: Logan Sparks, Drago Sumonja
Reparto: Harry Dean Stanton, Ed Begley Jr., Beth Grant, James Darren, Barry Shabaka Henley
Fotografía: Tim Suhrstedt
Duración: 88 Min.
No sabemos si el nombre por el que todos en su pueblo conocen a Lucky guarda relación con el célebre vaquero creado por Goscinny y Morris. Puede ser. Se sospecha tras el prólogo del film que, con la melodía de una ranchera como fondo, muestra el comienzo del nuevo día de un anciano solitario – esquivando siempre su rostro, hasta el momento en el que Harry Dean Stanton se cala su sombrero de cowboy. Y sale a caminar por el desierto.
Lo que sigue entonces, sin solución de continuidad, es pura poesía. Entiéndase, no un romance heroico a lo Terrence Malick, sino más bien un poema en versos sueltos, muy a lo Paterson (Jim Jarmusch, 2016), muy al modo de William Carlos Williams. Con sus rimas internas y su reflexión filosófica (existencialismo químicamente puro) escondidos tras un cigarrillo o una taza de café, tras un crucigrama. Lucky es el prototipo de hombre casi libre: libre porque sabe quién es y de dónde viene; casi porque intuye adónde va, y tiembla. A las puertas del telón final, el personaje de Dean Stanton (y el actor mismo) deja caer las máscaras de la hipocresía de la vida adulta, para mostrar en plenitud esa etapa de inocencia conquistada que puede ser la senectud. Un estadio de humanidad entrañable, en el que ya no se tiene reparos a llamar a las cosas por su nombre, a veces a través de un depurado cinismo. Un período en el que molesta el afán controlador, porque se ha llegado a la conclusión de que se está de prestado en la vida.
Los paisajes fotografiados por Tim Suhrsted, que tanto recuerdan a los de aquel otro punto álgido de la carrera de Dean Stanton, París-Texas (Wim Wenders, 1984), funcionan como un duplicado del alma de Lucky. Lugares tan áridos como auténticos, en contraste con el impostado jardín frondoso del local del que fue expulsado el viejo, por saltarse las normas absurdas de un mundo que había dejado de entender.
Apoyado en un lúcido guion de los desconocidos Logan Sparks y Drago Sumonja (que bien se puede tildar, parafraseando una de sus líneas, de “profundo de cojones”), John Carrol Lynch entrega un sólido debut que deja ganas de más, de mucho más de ese cine pequeño y auténtico traspasado de humanidad verdadera. Cansada quizá, pero sonriente. Como en el guiño final de Dean Stanton a la cámara, que porta la conciencia de una despedida. Un fin que sella el comienzo de una carrera cinematográfica ojalá tan fructífera como la del “otro” Lynch. Quien, por cierto, sale en la película, y, como siempre, triunfa.
Rubén de la Prida Caballero