Y Michael Cimino cerró La Puerta del Cielo
A lo largo de la historia del cine se ha demostrado que si algún director quería rodar una película cuya longitud impidiera sus tres pases diarios en las salas de cine, debía hacerlo a través de presupuestos modestos que no preocuparan al productor por su posterior rentabilidad y evitaran un sinfín de tijeretazos en el montaje final. Directores como Erich von Stroheim, en la época muda, y Francis Ford Coppola, un par de años antes de la filmación de La puerta del cielo, podrían haber servido de ejemplo a un Michael Cimino que acababa de tocar el cielo cinéfilo con El cazador, pero ya decían los griegos que «los dioses ciegan a aquellos a los que posteriormente planean destruir«.
Se dice que Michael Cimino entregó 325 minutos de metraje, asegurando que podría llegar a recortar aproximadamente un cuarto de hora si los ejecutivos lo estimaban oportuno. Pero el mango de la sartén había cambiado de manos. Tras haber conseguido un cheque en blanco para la filmación de su nuevo proyecto, el desmadre presupuestario (40 millones de dólares de la época) hizo olvidar a la United Artists sus aspiraciones artísticas y pensar únicamente en la manera de rentabilizar una película que empezaba a oler a fracaso. Y aunque el director’s cut quedó en 219 minutos, el estudio se decantó por la versión de 149 minutos que condenó esta obra maestra a la categoría de grandes fracasos de la historia del cine.
Durante décadas fue imposible visionar el director’s cut de 219 minutos y evaluar con relativa justicia el trabajo final de Cimino. Como gran amante del western que soy recuerdo haber adquirido el DVD que incluía la versión de 149 minutos, metraje con que La puerta del cielo (1980) fue exhibida en salas. En sus encuadres se apreciaba la sensacional fotografía de Vilmos Zsigmond, sus actores daban la talla, las localizaciones y el diseño de producción te transportaban a otra época… Pero llamaba la atención que el director de El cazador (1978) y Manhattan sur (1985), gran narrador y poseedor de un talento especial para retratar la otra América, fuera el mismo que el responsable de semejante disparate narrativo.
En 2012, el festival de Venecia proyectó los 219 minutos que hacían justicia a una obra maldita. Setenta minutos que ayudaban a comprender la mirada crítica de Cimino hacia esa América que se construyó sobre los pilares de la xenofobia y señalaban el germen de sus problemas más rabiosamente actuales. Setenta minutos que completaban el retrato de un país que tenía más de salvaje oeste que de la tierra de las oportunidades. Setenta minutos que rellenaban las lagunas existentes en ese triángulo amoroso protagonizado por Kris Kristofferson, Isabelle Huppert y Christopher Walken que, de alguna manera, recordaba al protagonizado por James Stewart, Vera Miles y John Wayne en El hombre que mató a Liberty Valance.
Michael Cimino homenajeaba el western crepuscular del maestro John Ford a través de una historia de amor en la que la protagonista femenina (en este caso una prostituta inmigrante) volvía a representar a unos Estados Unidos que se debatían entre dos pretendientes: el defensor de la justicia que huye del compromiso formal y el despiadado mercenario que se resiste a los encantos de la civilización. Como puede comprobarse, la visión de La puerta del cielo dista de esa América idealizada por Ford y muestra el pasado vergonzante de un país todavía en construcción, así como un oeste realmente sucio, salvaje y más acorde al que muchos podríamos imaginar.
Sin embargo, este despliegue de autocrítica no justifica la actitud endiosada de un Cimino que martirizaba a sus actores con más tomas de las necesarias, que quemaba su presupuesto en gastos superfluos, que descuidaba su capacidad de síntesis en favor de una megalomanía galopante, que buscaba más la veneración que el reconocimiento. Todos estos vicios quedan reflejados en el tiroteo final de La puerta del cielo, una secuencia que podría haber cerrado la narración de una manera más limpia e impactante de haberse visto reducida a la mitad de su duración. Lo mismo sucede en un arranque demasiado presuntuoso y carente del ritmo que exige su condición.
Cimino quería dejar su sello personal tanto en el prólogo como en el epílogo de La puerta del cielo. Tal vez no era consciente de que su película ya contaba con un puñado de secuencias inolvidables. Lo que antes eran destellos aislados de genialidad en una narración repleta de baches, en el montaje del director se mimetizan con un conjunto que desprende autenticidad en cada uno de sus fotogramas y reflexiona sobre la eterna lucha de clases desde una perspectiva moral. De esta manera el baile inicial de la graduación y el posterior en la pista de patinaje marcan el inicio de cada sector narrativo y lanzan el desarrollo argumental de algunas de las páginas más oscuras de la historia americana.
Carlos Fernández Castro