El insulto (L’insult, 2017)
Nota: 8
Dirección: Ziad Doueiri
Guión: Ziad Doueiri, Joelle Touma
Reparto: Kamel El Basha, Christine Choueiri, Adel Karam, Camille Salameh, Rita Hayek
Fotografía: Tommaso Fiorilli
Duración: 110 Min.
You never really understand a person until you consider things from his point of view -until you climb into his skin and walk around in it.
(Atticus Finch a Scout en Matar a un Ruiseñor (Robert Mulligan, 1962).
La injusticia nos provoca. Siempre que uno no haya silenciado los sillares de su propia humanidad, la injusticia tiene la facultad de remover los resortes más profundos del alma de un hombre bueno. Ninguna persona noble es capaz de quedarse impasible al asistir a la perpetración de una injusticia. Y, si el afrentado es uno mismo, la reacción puede ser sorprendente. Un hombre tranquilo y templado, como el palestino Yassir -una de las dos partes enfrentadas en El insulto– puede rebelarse con una insospechada furia, que nace de lo más profundo de su ser. ¿Qué sucede, sin embargo, si la injusticia sufrida se remonta a los orígenes de la propia vida? ¿Y si su alcance va, incluso, más allá, si su génesis es anterior? ¿Qué pasa cuando el odio se hereda de generación en generación, entre clanes, entre religiones, entre razas, que consideran infrapersonas –Untermenschen– a los que no son como ellos? Entonces, la cosa se complica. Como dirán los jueces que participan en El insulto, entonces “hay más detrás”.
El insulto, tercer largometraje de Ziad Doueiri y candidato al Oscar a la mejor película de habla no inglesa, es un film sencillamente excelente. Magnífico, magnético, magistral. Sin ínfulas de grandilocuencia ni el recurso fácil a la sensiblería, la cinta es una clase de cine, de sociología, de historia y de antropología. Y dado lo olvidado de estas cuatro disciplinas -especialmente de la última- en el mundo que nos alberga, El insulto se antoja no solo una película buena -¿lo diremos?- no solo una obra maestra, sino una película necesaria. Por su radiografía pormenorizada de cada uno de los escalones de un conflicto. Por sus movimientos de cámara, continuamente al servicio de la narración. Medidos, perfectos, útiles y que, sin embargo, no ahogan la cinta en la jaula del perfeccionismo hermético. Por sus formidables actores, creíbles y cercanos. Por el adecuado aderezo de la ficción con fragmentos documentales. Por el guion brillante y preciso. Y, antes que nada y por encima de todo, por recordarnos cómo funcionamos los seres humanos. De qué pasta estamos hechos o -como dirá la abogada de Yassir- cuál es nuestra naturaleza. Una naturaleza amasada de dolor y sufrimiento, pero también de compasión y humanidad.
En la sorprendente escena clave del film, ya hacia el final, que constituye uno de los más conseguidos giros de guion que este crítico haya visto en mucho tiempo, repasamos, de nuevo, y a fondo, aquella lección que Atticus Finch diera a Scout con la frase que abre estas líneas. Solo cuando nos ponemos en la piel del otro, somos capaces de entenderlo. Solo la aprehensión de su circunstancia, de sus heridas, de las mociones de su corazón, puede llevarnos al perdón. Solo la experiencia de las mismas dificultades consigue hacer que nos abstengamos del juicio hacia el otro, abriendo el sendero esperanzador del perdón.
Rubén de la Prida Caballero