Big Little Lies (2017)
La televisión es un espejo más o menos distorsionado de la realidad en la que vivimos. En general, el reflejo que devuelve es reconocible. En concreto, Big Little Lies no exige un gran esfuerzo para identificar en sus imágenes algunos de los problemas que más nos preocupan en la actualidad. Sin lugar a dudas, el bullying y la violencia de género son dos lacras a erradicar urgentemente en una sociedad supuestamente civilizada. Y para lograrlo, la televisión debería jugar un papel fundamental en ese primer y tan importante paso que es la concienciación.
¿Qué formato mejor que el serial para exponer este tipo de situaciones y analizar sus causas en busca de la prevención o de un tratamiento adecuado? Sin embargo, Big Little Lies abusa de la elasticidad temporal que ofrece la televisión, recreándose en el desarrollo psicológico de algunos de sus personajes hasta arrastrar el libreto de David E. Kelley al terreno de la reiteración. Sensación que se repite en una suerte de trama paralela, compuesta por declaraciones cronológicamente posteriores y molestamemte insertadas en la narración principal. Protagonizados por personajes secundarios, e incluso ajenos a los acontecimientos relatados en la serie, estos interrogatorios juegan un papel irrelevante a lo largo de sus siete capítulos y provocan unos molestos baches ritmicos que solo son justificados por su funcion de mantener activo en la mente del espectador el recuerdo del homicidio con el que concluirá la serie.
Tratándose de un reputado cineasta, es posible que Jean-Marc Vallée, responsable de todos los capítulos de la serie, haya sentido la necesidad de hacerse notar más allá de imponer el ritmo narrativo y de dirigir a un puñado de buenas actrices que, en sus manos, no acaban de ofrecer sus mejores versiones. En este sentido salen airosas Reese Witherspoon, quien ya había estado a las órdenes del canadiense en Wild, y Shailene Woodley, que rebosa naturalidad en cada una de las aristas de su complejo personaje. Por su parte, Nicole Kidman alterna grandes momentos con otros que adolecen de una rigidez emocional que lastra su interpretación. Mientras que una histriónica Laura Dern parece la más damnificada por la tendencia de David E. Kelley a sacar su brocha gorda en la construcción de situaciones críticas que requerirían un mayor desarrollo.
Pero toda esta falta de delicadeza se ve compensada por la ambigua mirada del creador de Ally McBeal hacia sus personajes: según la ocasión, tan compasiva como maliciosa. Cuando la serie penetra en los hogares de sus protagonistas, el brillo de sus trajes, la potencia de sus coches y la imponente fachada de sus mansiones dan paso a unas vidas gobernadas por los mismos vicios y las mismas virtudes que afectan al americano medio, aquí representado por Shailene Woodley. Con gran astucia y evitando el artificio, la serie enfoca su objetivo hacia un extenso abanico de problemas de pareja y propone una acertada reflexión sobre el siempre vigente y paternofilial «de tal palo tal astilla», adoptando un punto de vista eminentemente femenino y apuntando a la solidaridad como principal refugio de la mujer en un mundo de hombres.
A pesar de los constantes badenes que jalonan su recorrido argumental, Big Little Lies mantiene siempre la tensión narrativa y hace gala de un capítulo final que, salvo por la precipitación con la que se desarrollan los acontecimientos, funciona como catalizador de todos los frentes abiertos a lo largo de sus siete episodios. Quizás otro director se hubiese desmarcado de un guión que parece aferrarse al papel como si la televisión no fuera su destino final. Y tal vez esa es la razón por la que Jean-Marc Vallée fue elegido para traducir las mentiras de ese gran guión en unas imágenes pequeñas que no llamaran demasiado la atencion del espectador.
Carlos Fernández Castro