Cine y filosofía: Nihilismo y autodestrucción en El club de la lucha
Si en algún momento lees este artículo, prende fuego a los papeles impresos, elimina el enlace de tu historial, emborrona las páginas con una pastilla de jabón rosa. Borra, en definitiva, cualquier rastro de él. La primera regla de El club de la lucha es que nunca hablarás de él. Yo lo estoy haciendo, y me estoy jugando la vida. Toda seguridad es poca, y yo te estoy avisando.
La maestría con la que David Fincher adapta novelas a la gran pantalla es de sobra conocida. Títulos del presente siglo como Zodiac (2007) o Perdida (2014) activan ciertas áreas cerebrales en el común de los mortales, sin necesidad de que sus neuronas estén afinadas por ningún tipo de instinto cinéfilo. Pero fue en 1999, año en el que gran cantidad de teorías pronosticaban el apocalipsis con la llegada del nuevo milenio, cuando el director de Denver adaptó la novela homónima de Chuk Palahniuk creando un efecto sísmico de nivel 7 sobre escala Richter, que tambaleó, no el mundo en cuanto materia, sino la raíz sobre la que toda cultura e idea occidental se había erigido.
Fue entonces cuando miles de pósteres y carteles de la película comenzaron a invadir las habitaciones de jóvenes noventeros apelando a su discurso más superficial y notorio. Este discurso o sentido primario de El club de la lucha es aquel que tiene que ver con la corriente anarcoprimitivista. El mundo ha llegado a un momento tal que nos damos cuenta de que la Humanidad ha seguido un camino equivocado, y es el momento en que Tyler Durden[1] decide volver hacia atrás tomando medidas drásticas, como crear un ejército para volar por los aires tanto los edificios de la Banca como todo documento que indique que ha existido una Historia del Hombre. Conclusión: el ser humano “cazará alces en los bosques húmedos de los cañones que rodearán las ruinas del Rockefeller Center” (nos dice el propio Durden). Volveremos, en otras palabras, a una época primitiva en la que no haya un poder de la Empresa. Como apostilla el protagonista en alguna ocasión, el Hombre volverá a ser cazador-recolector.
En parte, este discurso anárquico cobró cierta fuerza porque el ficticio Tyler Duerden guardaba más de una semejanza con un hombre de poca carne y mucho hueso, llamado Theodore Kaczynski, que dedicaba su tiempo libre a enviar bombas a aerolíneas y universidades. Las ideas de este hombre eran prácticamente las mismas, algo que salta a la vista con tan solo ojear su manifiesto La sociedad industrial y su futuro junto al visionado de esta película. Ahora bien, mientras Tyler Durden acaba agarrado a la enigmática Marla Singer contemplando su obra al ritmo de Where is my mind de The pixies (final mítico donde los haya)[2], Kaczynski terminó paseando su mano por los también congelados barrotes de una celda de alta seguridad. Aunque les tiente terminar con Marla Singer, no practiquen nunca esto en sus casas (ni siquiera prueben la famosa quemadura química con sal y hielo en ninguna discoteca).
Pero, aunque este sentido sea el que más relevancia haya tenido, no es el único presente en la cinta. Por debajo de este hay otro nivel, que sustenta todo lo dicho hasta ahora, y que tiene un calado filosófico más profundo. Hablo del verdadero nihilismo que caracterizaba (y quizá hoy más que entonces) la época en la que surgieron tanto el libro como el film. Si Schopenhauer decía que “la vida es un péndulo que va del sufrimiento al aburrimiento”, podría decirse que la sociedad del momento en que surge El club de la lucha se encuentra posicionada en el aburrimiento. Es una sociedad que, buscando la comodidad, ha dado un paso más allá rodeando de estímulos al individuo. Uno de ellos, el más habitual, es la sobredosis de imágenes que ya diagnosticó el escritor William Burroughs; el otro, la profusión de elementos atractivos intercambiables por dinero. En otras palabras, se trata de una sociedad que, como dice el propio Durden, pasa el tiempo contemplando los catálogos de Ikea (colección de imágenes e impulso para el consumismo). Una vez que el individuo cae en este círculo vicioso de fagocitar imagen y objeto, cae en el aburrimirnto de una cotidianeidad carente de sentido. Cual heroinómano, el ser humano contemporáneo, al ingerir estas dosis con asiduidad, deja de sentir. Se duerme en vida y comienza a percibir el tiempo como tiempo (nada del tic-tac de las agujas del reloj). Es decir, el individuo contemporáneo se encuentra, sin quererlo, con que sus sentidos están anestesiados.
Es en el momento en que este aburrimiento (este spleen de Baudelaire) se vuelve insoportable cuando el individuo encuentra su tiempo perdido y siente la necesidad de sentir (de sentir lo que sea). Es, en otras palabras, el momento en que el hombre de hoy (nuestro Tyler Durden), a modo de efecto de choque, toma la decisión de sufrir para poder salir de esa ausencia de sensibilidad (en sentido tanto emocional como fisiológico) que le produce el aburrimiento. Es cuando llega el primer golpe, el instante en el que surge el verdadero Club de la lucha. Dicho de otra manera, la circunstancia en la que surge la violencia hacia uno mismo con tal de poder sentir algo, llega la autodestrucción.
Esta autodestrucción, que está motivada por un ansia de sentir y de sentirse a sí mismo, va unida en la película a un querer “tocar fondo” porque en la superficie (una superficie en la que no encuentra fundamentos ni pilares fijos que lo sustenten) Duerden no se encuentra a gusto. Ante la anestesia del insomnio (ese deambular por la vida sin estar despierto ni dormido del que nos habla el protagonista), el individuo busca descender escalones mediante la violencia sobre su propio cuerpo para poder sentir ese cuerpo del que no era consciente en el estado del aburrimiento y así evadirse de este último. Momento este que en el libro es señalado con mayor ahínco, dando lugar en él a un instante en el que Marla Singer, tras quemarse voluntariamente el codo con su cigarrillo, afirma haber alcanzado por fin el fondo (y, por lo tanto, ya se siente a sí misma, ya es consciente de su cuerpo).
Todo este proceso de autodestrucción y de pulsión freudiana, dando una última vuelta de tuerca, desemboca en una especie de sensación (recalcada en la película) en la que el individuo quiere estar muerto ante el sinsentido de su vida, pero a su vez teme a la muerte. Una vez que ha entrado en el proceso irrefrenable de la autodestrucción, entra en juego su instinto de supervivencia, pero el proceso de autoeliminación ya ha sido activado y no puede detenerlo (de ahí la constante disputa entre el protagonista y su alter ego por querer destruir pero a la vez mantener la vida). En definitiva, esa inseguridad final, causada por el intento de salir del péndulo de Schopenhauer, termina por llevar a Durden (y al individuo de su época) a no pasar un buen momento.
[1] Me remitiré continuamente a este nombre pues el verdadero solo se podrá conocer al leer el recién publicado El club de la lucha 2.
[2] Para asistir a un final totalmente diferente y también de gran fuerza se recomienda leer la novela de Palahniuk.
Pablo Castellano