Ordet (La Palabra) (1955)
Nota: 9,5
Dirección: Carl Theodor Dreyer
Guión: Carl Theodor Dreyer (Obra: Kaj Munk)
Reparto: Henrik Malberg, Emil Hass Christensen, Preben Lerdorff Rye, Cay Christiansen, Brigitte Federspiel, Ann Elizabeth, Ejner Federspiel, Sylvia Eckhausen
Fotografía: Henning Bendsten
Duración: 125 Min.
Teniendo en cuenta las preocupaciones existenciales de Carl Theodor Dreyer, podríamos considerar ‘Ordet’ como su obra más personal. En ella, el director danés ofrece un amplio catálogo de posicionamientos respecto a la existencia de Dios: creyente, practicante, agnóstico, devoto, ateo… Desde sus primeros compases, cada espectador elige cómo dejarse llevar por una experiencia cinematográfica, que esconde astutamente sus cartas hasta el emocionante y último acto.
Y es que la forma en la que su guión profundiza en cada uno de los miembros de la familia Borgen, brinda la posibilidad de observar la película desde diferentes puntos de vista. Sin embargo, ninguno de ellos discute el protagonismo absoluto de la fe, representada por el iluminado Johannes, que actúa como si de un enviado divino se tratara. Precisamente, la preocupación de los Borgen por la oveja negra de la familia constituye el cauce central de una película que cuenta con diversos afluentes, como el enfrentamiento entre dos familias de posturas religiosas opuestas, a causa del matrimonio entre dos de sus miembros.
Dreyer cocina un sofisticado plato a base de ingredientes de primera calidad, sin que el espectador pueda anticipar sus verdaderas pretensiones. Al tratarse de un remake, ‘Ordet’ carece del factor sorpresa que caracteriza a toda obra original, pero dicha circunstancia no resta valor a los delicados y majestuosos preparativos que guían su argumento hacia el momento de la verdad. No, no se trata de un impacto inesperado, sino de cómo los hechos que anteriormente considerábamos irrelevantes o sencillamente poco atractivos desde el punto de vista narrativo, cobran inmediatamente una relevancia trascendental. Es entonces cuando caemos rendidos a la genialidad de un narrador sin igual.
Tras su jugada maestra, Dreyer invita al espectador a sacar sus propias conclusiones. Tal vez, ni siquiera él supiera con cual de sus personajes se sentía más identificado, y su película no fuera más que una forma de averiguar la verdadera naturaleza de su fe. Además, no era un hombre que acostumbrara a imponer ideas o a sentar cátedra con su arte; y en el caso de ‘Ordet’ importaba más el camino que el destino final.
En este grito de auxilio que es ‘La Palabra’, Dios interviene para contraatacar su pérdida de popularidad en el mundo de los vivos: los creyentes no demuestran la fe que aseguran profesar y se enzarzan en enfrentamientos sobre sus diferentes visiones del catolicismo, mientras que los ateos no encuentran razones para creer. El club de socios decrece alarmantemente en las tierras del príncipe Hamlet. Para devolver la fe al ser humano, el todopoderoso recurre a los únicos que jamás han cuestionado su existencia, implícita o explícitamente: una verdadera creyente que es parcialmente condenada al sueño eterno, y un predicador que todos toman por loco.
Pero Dreyer no da puntada sin hilo. A lomos de un un travelling circular, presenciamos una secuencia memorable que anticipa la clave de la película: la hija de la fallecida, de apenas siete años de edad, exige a su tío «el demente» que, cuando llegue el momento, despierte a su madre y la devuelva al reino de los vivos. Dios se encarga de la puesta en escena, pero delega la ejecución del milagro en la fe de una niña.
De esta manera, los niños, los locos, los no creyentes, y los creyentes incondicionales quedan exentos de toda culpa, cada uno de ellos por distintas razones. Sin embargo, los que creen con la cabeza y no con el corazón, entre los que parece incluirse el director, son los verdaderos receptores de esta reprimenda en forma de película. Dreyer despoja sus imágenes de todo ornamento para que la narración ocupe siempre el primer plano y el arrepentimiento sea evidente. Se esmera tanto en cumplir su propósito que alcanza la excelencia en un alarde de humildad sin precedentes. El verdadero milagro no radica en convertir al no creyente, sino en la propia palabra.
Carlos Fernández Castro