Crónicas desde el Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria (15 de Marzo de 2015)
Tras un irregular inicio marcado por el fiasco lisérgico de The forbidden room y la indiferencia de Citizenfour, la segunda jornada de proyecciones arrancaba ayer con la promesa de dos de los platos fuertes del concurso. Dos cintas cuya único nexo común (más allá de su clara posición “marginal”, o en el mejor de los casos, totalmente alejada de los cánones convencionales en los que se viene refugiando el actual cine de masas) radica en su voluntad de erigirse en sendos cuadernos de viaje, cuyos itinerarios se antojan más emocionales que “reales” en el sentido estricto.
En primer lugar, Songs from de North, primer largometraje en solitario de la surcoreana Soon-Mi Yoo tras la coral Far from Afghanistan (2012), con el que obtuvo el premio a la mejor opera prima en el pasado Festival de Locarno. Y en segundo, la esperada Le Paradise, último trabajo del veterano realizador francés Alain Cavalier, cuyo incontestable talento para el cine-ensayo quedó patente en la edición de 2010, gracias a una de las películas más hermosas de cuantas hemos podido aquí durante la última década: la inconmensurable Irène (2009). En relación a este último, sobra señalar la enorme expectación que despertaba la posibilidad de reencontrarse con la de obra de, para quien suscribe, uno de los mejores cineastas europeos en activo. Pero vayamos por partes.
Songs from the North
Además de por el ya citado galardón cosechado en Locarno, la proyección de Songs of the North venía avalada por algunas de las voces próximas a la organización del certamen. Unas y otras se hacían eco del extremo cuidado de Yoo en su intento por trasladar una visión desprejuiciada de la siempre opaca realidad de Corea del Norte. Visto el resultado, llegamos a comprender muy bien el origen de tales afirmaciones. Yoo, surcoreana de nacimiento aunque de nacionalidad estadounidense, conduce su película mediante el montaje de documentos de archivo producidos por la propaganda mediática del régimen. Un maremágnum de patriotismo desaforado en el que nos iremos encontrando con varios espectáculos musicales, fragmentos de películas, y reportajes informativos, aderezados con una buena dosis de himnos épicos, discursos apasionados y confesiones conmovedoras. Todos ellos, como no podía ser de otro modo, a mayor gloria del Partido, los valores revolucionarios y la dinastía de los Kim.
Pese a la hilaridad que inevitablemente despiertan muchas de estas escenas, Yoo evita juzgar o emitir comentario alguno sobre ellas, limitándose a completar el material presentado con la filmación de imágenes propias, captadas por la realizadora en las calles de la capital norcoreana y sus alrededores. La cámara se detiene largamente sobre rostros y cuerpos anónimos, sin que lleguemos a saber nunca quiénes son, qué piensan o por qué están allí. Tampoco hay voz en off que nos explique cómo Yoo ha podido llegar hasta un lugar tan inaccesible para la mayoría de cineastas, ni porqué se le permite hacer algo manifiestamente vedado a todos los visitantes externos del país, como es filmar a los norcoreanos. Su presencia como “narradora” se limita a unas cuantas notas “al margen”, introducidas a modo de citas o preguntas en voz alta por medio de inter-títulos («¿Es Corea del Norte el país más solitario del mundo?»), a las que se une una breve entrevista a su propio padre, antiguo simpatizante comunista en su juventud.
A la vista de lo anterior, no cabe duda de que el trabajo de Yoo es ciertamente encomiable, y en ese sentido, merece ser valorado de un modo recíprocamente justo. Como indicábamos al inicio, la película parece más un itinerario emocional a través de un paisaje remoto de rostros, sonidos y voces llegados de un país lejano, y hasta cierto punto “irreal”, que un testimonio acerca de la situación social en la que conviven los millones de personas que integran la República Popular Democrática de Corea. Dicho de otro modo, Yoo no se moja en términos políticos, por lo que la cinta no debe ni puede ser interpretada en ese sentido. Sin ser esto necesariamente malo, sí debiera ponernos sobre aviso ante posibles lecturas políticas que pudiesen llegar a argumentarse para justificar algún premio o mención. El aplauso cosechado por la película al término de la proyección no hace presagiar nada bueno en este sentido.
Le Paradis
En relación directa con lo que comentábamos en el apartado anterior, nos viene a la memoria el caso de la edición celebrada en el año 2010. Por aquel entonces, una película cuyo contenido cabría calificar de “bienintencionada”, se alzó en la última jornada con el Premio del Público que otorga el llamado Jurado Popular. Se trataba del film La donation, tercera parte de la trilogía de las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) con la que el canadiense Bernard Émond se daba a conocer entre los asiduos al festival. Años más tarde, una retrospectiva completa sobre su obra nos permitió comprobar de nuevo la inferiodidad de una película que se encontraba entre las más flojas de su filmografía. Nada que ver con la mucho más interesante La neuvaine, primera parte de la ya citada trilogía.
Pues bien, si recuperamos ahora el recuerdo de aquella circunstancia, es precisamente para señalar al gran perjudicado de tan “amable” elección, y que no fue otro que Alain Cavalier. Irène, la espléndida película presentada aquel año por el francés, tuvo que conformarse con el segundo premio del palmarés, por detrás de la no menos excelsa Lola, del filipino Brillante Mendoza.
Pasados cinco años de aquella participación, Cavalier regresa de nuevo al certamen para presentar su última producción, Le Paradis, en la que prosigue la línea experimental de cine-ensayo con la que nos sorprendió en su anterior película. En esta ocasión, la cámara y los pensamientos de Cavalier no se enfrentan como entonces al recuerdo insobornable de la amante muerta (la Irène que daba nombre al título, fallecida treinta años antes en un desgraciado accidente de tráfico), sino al mito que junto al fantasma de aquella ha dominado su vida desde la infancia, y que no es otro que el propio Dios.
El cuerpo inerte de un ave hallada por Cavalier al comienzo del film, se presenta ante el cineasta como señal inequívoca de una finitud a la que se siente próximo. El encuentro desata el recuerdo de las historias bíblicas y los mitos griegos que aprendió en la niñez, entregándose a la escenificación improvisada de aquellos relatos simbólicos en busca de respuestas sobre la vida, la resurrección y muerte. Todo ello salpicado por los cuerpos y rostros de una niña, varios chicos y chicas jóvenes, y una anciana, cuya presencia se va sucediendo a lo largo del film como signo de las distintas fases vitales en las que acontece el curso de la existencia.
La inevitable comparación con su antecesora supone, sin duda, el gran lastre para una película dotada de una belleza plástica excepcional, cuyas imágenes logran subyugarnos hasta el punto de hacernos temblar, soñar e incluso reír de forma cómplice y grotesca a la vez (impagable la “escena de sexo” animada por las notas de Stardust), pero sin llegar nunca a golpearnos con la pasión descarnada con que lo hacían las de nuestra añorada Irène. Una verdadera lástima. Pese a todo, no sería inimaginable, ni mucho menos injusto pensar que Cavalier pudiera volver a casa con alguno de los premios del certamen. Cosa bien distinta es que tal hecho nos parezca altamente improbable.
Aythami Ramos