La Ronda (La Ronde) (1950): el círculo vicioso del deseo
Nota: 9
Dirección: Max Ophüls
Guión: Max Ophüls, Jacques Natanson (Obra: Arthur Schnitzler)
Reparto: Simone Signoret, Simone Simon, Danielle Darrieux, Serge Reggiani, Anton Walbrook, Daniel Gelin, Fernand Gravety, Odette Joyeux
Fotografía: Christian Matras
Duración: 95 Min.
A pesar de su galopante frivolidad, «La Ronda» fue dirigida por el mismo cineasta que dos años antes realizara la preciosa y delicada «Carta de una Desconocida». Una vez más, la sinuosa cámara de Max Ophüls mantiene las distancias con la sala de montaje para perseguir a unos personajes que juegan al amor y al desamor, a la fidelidad y a la traición, pero siempre desde un punto de vista desenfadado.
Parece como si el director austriaco hubiera silenciado el romanticismo de anteriores trabajos, en favor de esa resignación que recurre a un clavo para sacar otro clavo. Teniendo en cuenta que la infidelidad y el desengaño son los motores de esta narración circular, podríamos afirmar que «La Ronda» apuesta por la pasión, el instinto, y la libertad de espíritu, pero nunca por ese amor eterno en el que Ophüls parece haber perdido la fe.
Sin embargo, el pesimismo no hace acto de presencia en esta ronda de relaciones amorosas que bien podría haberse titulado «Encadenados». La prostituta conoce a un soldado, que está prendado de una doncella, que es seducida por el joven dueño de la casa en la que trabaja, que a su vez no se ha podido resistir a los encantos de una mujer casada, cuyo marido le es infiel con una ingenua modista, que bebe los vientos por un atormentado poeta, que está encaprichado por una bella actriz, que ha seducido a un importante conde, que durante una noche de borrachera acaba en casa de la prostituta que conocimos en el arranque de la película. En total, nueve historias cortas intimamente ligadas por un denominador común: el inconformismo sentimental.
Al contrario de lo que suele suceder en tantas películas de episodios, las transiciones de «La Ronda» son suaves y elegantes gracias a la presencia de un personaje interpretado por Anton Walbrook. Como personificación del director en la narración, este curioso maquinista, cual ser superior, manipula el destino de los personajes para garantizar el perfecto funcionamiento de este caprichoso relato circular. Se trata de la conexión directa entre Ophüls y el espectador, un cicerone que nos instruye acerca de la caprichosa naturaleza del amor, y desvela los mecanismos que participan en la creación artística. Un director de orquesta que habla directamente al espectador mientras su batuta marca el devenir de los acontecimientos.
Definitivamente, el cineasta austríaco no se toma el amor en serio, como demuestra el sentido del humor con el que suaviza la objetiva gravedad de las situaciones descritas en la película. No obstante, bajo esa aparente levedad yace una mirada melancólica y desconfiada. Algunos personajes de «La Ronda» no son más que víctimas de su apetito sexual, otros buscan satisfacer sus carencias afectivas, y los hay que guardan las apariencias de cara a la galería y desahogan sus instintos a escondidas.
Las mil caras del amor y el deseo tienen su representación en cada una de estas historias. Pero es la protagonizada por un matrimonio la que sirve como eje central de la narración, tanto por su ubicación equidistante respecto al principio y el final del metraje como por la onda expansiva que provocan las infidelidades de uno y del otro: las narraciones previas a esta escena son producto de los escarceos amorosos de la mujer, mientras que las que acontecen durante el resto del metraje son consecuencia directa de la aventura extramatrimonial del marido. El magnífico diálogo de esta secuencia destaca por la complicidad instantánea que surge entre el espectador y ambos personajes. Porque no solo conocemos lo que ella acaba de hacer, sino que también intuimos, gracias a la inercia del relato, el engaño que él está a punto de perpetrar.
Al ritmo de la canción de «La Ronda», y a la luz y a la sombra de la magnífica fotografía en blanco y negro de Christian Matras, visitamos los elegantes interiores y exteriores de una Viena romántica y atemporal. Con la misma facilidad, las parejas nacen y desaparecen, los matrimonios atraviesan crisis pasajeras, las decepciones dan lugar a nuevas esperanzas, y la historia se repite, una y otra vez. Diferentes protagonistas, mismos desencadenantes.
Aunque no lo parezca debido a su galopante frivolidad, «La Ronda» fue dirigida…
Carlos Fernández Castro