Crónica desde el Festival de Cannes (24-05-2013)
Ya hemos dicho (o no) que este festival está cumpliendo con lo que la organización esperaba de él: hay buenas películas. Sí, hay buenas películas porque eso es lo que dice la crítica, ese ser informe y de proporciones hercúleas que nadie a visto, pero al que todo el mundo teme.
Ahora toca definir qué son las buenas películas, qué es el buen cine. Porque ya hemos oído muchas veces eso de “a mí me gusta la música, da igual el estilo, me gusta la buena música” (recuerdo habérselo oído decir en varias ocasiones a Fernando Trueba) o “a mí me gusta la literatura, la buena literatura”, o -ya que hablamos de ello- “a mí me gusta el cine, el buen cine”. Pero, por favor, ¿es que a alguien le gusta el mal cine? ¿Te gusta a ti, querido lector, comer mala comida?
Por eso yo no voy a hablar de buen cine, eso ya lo hace el monstruo hercúleo y con ello trata de conformar nuestros gustos, yo voy a hablaros de cine diferente, cine que busca, cine con voluntad de estilo, del cine que hacía el difunto Angelopoulos, o el -al parecer- retirado Bela Tarr, o Kiarostami (casi jubilado anticipadamente de forma injusta por cierta crítica el año pasado aquí, en Cannes), etc. Ese tipo de cine es el llamado “cine de festivales” y, lo quiera el monstruo nunca visto o no, es el que los hace grandes. Incluso cuando no gana premios.
El Festival de Cannes de este año tenía unas cuantas películas buenas, pero no tenía cine de festivales. Y teniendo en cuenta que en “Un certain regard” ya no gastan de eso, que en la Quincena al director le gusta que no aburra el cine y que las películas de la Semana casi no se ven, el panorama era desolador.
Hasta que llegó Paolo Sorrentino.
Sorrentino pretendió convertirse en el juez de Italia con la pretenciosa y desmesurada “Il divo”, se equivocó desde el cartel de la película hasta los títulos de crédito con “Este debe ser el lugar” y se ha convertido en el heredero listo de Fellini con “La grande bellezza”. Con un estilo preciosista, que abunda en los travelling, steady-cam, grúas y todo lo que haga que una cámara se mueva con ligereza y suavidad, una música que envuelve los fascinantes movimientos y un Toni Servillo inconmensurable, realiza un retrato maduro de la indiferencia con una maestría y un atrevimiento tales que convierten la película en una especie de clásico divertimento experimental. Ahí queda eso.
Por si fuera poco, acabo de salir casi de ver “3X3D”, una especie de experimento bajo contrato sobre las tres dimensiones que dirigen Jean-Luc Godard, Peter Greenaway y Edgar Pêra. El primero no estaba en Cannes para presentar la película (hay que conservarle, que aún nos debe grandes obras), el segundo dijo que no volvería a hacer nada en 3D, pero que así estaba preparado para el 4D y el tercero -el más desconocido- habló de lo necesario que es hacer cine que no siga los postulados hollywoodienses con una narrativa del siglo XIX (lo que son, según el y se queda muy corto, el 95% de las producciones). Pues bien, el más loco y el mejor con diferencia fue el segmento (o cortometraje) de Pêra, Greenaway se limita a hacer un anuncio en distintas capas de las virtudes de Guimaraes (que para conmemorar su capitalidad cultural europea ha sido quien ha puesto el dinero) y Godard hace una especie de “remake” de su “Histoire(s) du Cinema”. En cualquier caso, todo un acierto el de la Semaine presentar este trabajo tan diferente a todo lo visto de unos directores tan iconoclastas.
Y dejando al lado el cine de festivales, seguramente al que habría que dedicarle un festival es Alexander Payne. Después de haber rodado con George Clooney (“Los descendientes”)y Jack Nicholson (“About Schmidt”), se atreve con una película en blanco y negro, sin estrellas, que se llama “Nebraska” y nos presenta un retrato de la vida familiar en la “América profunda” lleno de cercanía, humanidad y calor. El comienzo es magnífico, pero la secuencia final es inolvidable, casi épica, como de western, pero de un western familiar en el que vaqueros e indios siempre ganan.
El cine es tan mágico que de un pequeño y vulgar pueblo hace el sitio más supuestamente lujoso del mundo. Es tan mágico que junto a ti puede estar desarrollándose la fiesta más (supuestamente, también) salvaje del año sin que te enteres -ni los fotógrafos, que Leonardo di Caprio lleva una semana divirtiéndose por aquí y no hay fotos suyas ni hechas con móvil-. El cine es tan mágico que te presenta en 3D a un nuevo y fascinante ser (el cine-sapiens), a un padre del que te abrazarías con todas tus fuerzas pese a haberle visto apenas más de dos horas (que es lo que dura “Nebraska) y a una especie de dandi del siglo XXI al que te acercas volando, como en la alfombra de Aladino. El cine es mágico, sí, el cine también es amor.
Antonio Peláez (Director de Radiocine)