Parenthood (NBC) (2010-___)
Todo amante del cine y de las series tiene sus vicios, esos inconfesables guilty pleasures que sepultamos debajo de otras pasiones -estas sí- respetables como la que siente el abajo firmante por Aaron Sorkin o David Simon. En mi casos, mis guilty pleasures se resumen, básicamente, en dos subgéneros: el de las películas de instituto («Easy A» o «Mean Girls» figuran entre mis secretos títulos de culto) y el de los melodramas televisivos familiares. «Parenthood», al igual que «Brothers & Sisters» –serie en la que, a ratos, parece inspirarse- forma parte de esta última categoría.
«Parenthood», centrada en las vivencias de la familia Braverman, no es una propuesta arriesgada, ni siquiera original, pero sí cuenta con algunos alicientes que hacen que se pueda disfrutar su visionado. El primero de ellos, sin duda, es Peter Krause, el inolvidable Nate de «Six Feet Under», que no acaba de encontrar un vehículo tan exitoso como lo ha sido Dexter para su antaño hermano David (Michael C. Hall). Fue una pena que no cuajara Dirty sexy money –una propuesta tan frívola como divertida, insana y poco entendida- y tampoco parece que «Parenthood» congregue a las masas frente al televisor. Sin embargo, siempre es un placer disfrutar del buen hacer de un actor como Krause, capaz de alternar el carisma y la ternura –es de esos tipos que, cuando quiere, te desarma con una mirada- con un lado oscuro y violento que tanto sí explotó en su faceta como Nate y que, de momento, apenas ha encontrado hueco en las historias de la familia Braverman.
¿Más alicientes en su reparto? Sin duda: la frescura de Lauren Graham, que se ha llevado el personaje más interesante de la función (la alocada e impulsiva Sarah), el atractivo de Sam Jaeger (desaprovechado –al menos, de momento- en un personaje menor, pero capaz de aportar, en sus breves apariciones, una saludable dosis de testosterona) y Monica Potter, que –aunque a veces se pierda con sus excesivos mohínes- construye un personaje con matices y que sirve de buen contrapunto para el Adam creado por Krause.
El argumento, en líneas generales, no nos reserva grandes sorpresas. Una trama familiar con todos los ingredientes del folletín más clásico adaptado –cómo no- a los nuevos tiempos. Entre los temas que introduce, destaca su tratamiento –sensible e inteligente- de la diversidad, tanto a nivel social como familiar: el personaje de Max –un niño con síndrome de Asperger que podría estar sacado de una novela de Mark Haddon- permite ciertas reflexiones de interés al respecto. Y, entre los temas vistos mil veces, tenemos adolescentes conflictivos, adolescentes enamorados, padres en crisis, padres comprensivos, padres que quieren serlo y no pueden, padres que ya lo son y están aburridos de serlo, hermanos cómplices, hermanos enfrentados, hermanos que sabemos que se van a enfrentar… Familia, al fin y al cabo.
Pero lo que hace que esta serie sí sea uno de mis guilty pleasures es, por encima de todo –sí, incluso por encima de mi pasión por Peter Krause- la naturalidad con la que se presentan los diálogos, la suciedad de los mismos: atropellados, nerviosos, entrecortados… La dosis extra de realismo en esas conversaciones donde, como pasa en la vida fuera de la pantalla, apenas nos escuchamos, porque necesitamos soltar nuestra opinión cuanto antes. El diálogo en «Parenthood» es nervioso, acelerado y, sobre todo, muy creíble. Lo que sucede no siempre lo es –las tramas caen, cómo no, en recovecos a menudo innecesarios-, pero lo que dicen (y se dicen), sí que resulta verosímil. Nada que ver con el ingenio a menudo forzado de Modern family –me da una ligera alergia su esquema políticamente correcto disfrazado de lo contrario- ni con las conversaciones organizadas y pautadas de otras tantas series similares. Aquí todo es ruido –en ocasiones, apenas se oye bien qué dice quién a quién- y no hay nada que sea tan cierto en una reunión familiar como ese ruido. De palabras, de gestos, de situaciones que, por supuesto, cada cual interpreta como quiere y, a ser posible, mal.
Si los guionistas fueran capaces de restarle a la serie un poco de la moralina y del buenrollismo del que abusan a veces –especialmente, en la primera temporada-, «Parenthood» ganaría en veracidad y, seguramente, en cercanía. Claro que también podría perder a parte del público que ya la sigue, pues parece ser que al espectador le disgustan los finales no felices. O, cuando menos, los finales grises.
Definitivamente, no es una gran serie. Ni siquiera creo que nadie se acuerde de ella en unos años, pero está hecha con la suficiente dignidad como para ser un entretenimiento más que respetable mientras esperamos una nueva entrega de «The Newsroom». Cómo vamos a estar preparados para penetrar en el mundo de Sorkin si no relajamos nuestras neuronas con familias como la de los Braverman… Imposible.
Fernando J. López